Con qué diligencia han atendido socialistas y populares los dictados de los dueños de nuestras vidas. Esa Constitución —intocable cuando se trata de modificar el sistema electoral o el régimen autonómico— se está modificando a prisa y corriendo, al final de la legislatura y tomándonos a todos por idiotas, para obedecer las órdenes de quienes están arruinando nuestras vidas y las de nuestros hijos: la Unión Europea, el euro, las agencias de calificación, los banqueros, los mercados. Es la democracia reducida a pura burla, la democracia convertida en una charlotada que nos entretiene con la migajas de unos derechos —elecciones, libertad de expresión o reunión— cada vez más hueros mientras lo realmente importante se cuece en otros sitios. Porque no, no es verdad que la reforma de la Constitución sea una reforma menor: ideológicamente, la introducción del déficit cero en el articulado constitucional supone una modificación sustancial, una quiebra de su espíritu.
Durante el siglo XX las constituciones europeas se sustentaron en una amalgama ideológica en la que convergían liberales y socialdemócratas, la democracia cristiana y el catolicismo social. La Constitución de Weimar, la española de 1931, la Ley Fundamental de Bonn o las constituciones francesas de 1946 y 1958 son ejemplos de ese constitucionalismo europeo que entendió que las democracias sólo podían funcionar y superar los dramas del periodo de entreguerras si integraban a toda la sociedad y superaban las contradicciones generadas por las abismales diferencias sociales y económicas: había conciencia de la necesidad de meter en cintura al mercado y de poner coto a la codicia. Esas constituciones se inspiraron en la solidaridad y en el afán de sumar intereses y voluntades para garantizar la convivencia pacífica, alentadas por el keynesianismo europeo y por el New Deal estadounidense: en esas fuentes bebió la Constitución Española de 1978, posible, también, por el deseo social de recomponer una nación machacada moralmente por una dictadura sin entrañas que hasta el último día habló de vencedores y vencidos.
Mientras lo mejor de los constitucionalistas europeos trabajaban en esos textos, aparecía Camino de servidumbre, la obra de Friedrich Hayek que clama contra la planificación económica, el gasto público y el control del mercado, que para el austriaco no es un invento del hombre para satisfacer sus necesidades sino un elemento moral surgido espontáneamente y que por ello no puede someterse a los dictados políticos de la democracia: ¡cuánto se parece esa reclamación de la espontaneidad de los mercados a los discursos de los dictadores fascistas en los que se aborrecía del pensamiento y se postulaba una espontaneidad juvenil, viril, de la raza o de la patria! La filosofía de Hayek, sin embargo, no podía tener cabida en las constituciones de la postguerra: chocaba, frontalmente, con la sensibilidad social de todos los que se habían sumado al pacto democrático surgido de las ruinas de Europa.
Ahora, sin embargo, los postulados antidemocráticos de Hayek se han colado en nuestra Constitución: el poder de devastación del neoliberalismo es tan grande, que una sola frase neoliberal en un artículo de la Constitución basta para corromper todo sistema. Que además la reforma se haga como se está haciendo, agrava la cuestión: legítimamente todos aquellos que creen en la solidaridad (socialdemócratas, cristianos, social liberales...) pueden sentir que esta Constitución ya no es la suya, legítimamente nacionalistas o republicanos pueden exigir el cambio constitucional que más convenga a sus intereses. El pacto constituyente de 1978 ha saltado por los aires, estamos liberados ya de cualquier lealtad ética para con la Constitución: ¿qué más nos van a pedir la Unión Europea, el euro, las agencias de calificación, los banqueros, los mercados?
(IDEAL, 1 de septiembre de 2011)
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