En su blog, mi amigo Miguel de Esponera afirma con toda razón que «la intimidad es más importante que la propiedad»: esa es una de las raíces básicas del sistema de libertades y derechos democráticos. Aunque las revoluciones burguesas hicieron de la propiedad un elemento fundamental de los nuevos sistemas políticos, y su vulneración era considerada como una violación de todo el régimen de libertades personales, lo cierto es que esa centralidad de la propiedad necesitó de largas décadas de lucha para ser corregida: cuando toda la libertad humana se aposentaba sobre las espaldas de la propiedad privada, que era alto tan sagrado como el Dios de los inquisidores, la desigualdad de libertad personal era tan escandalosa que la propia libertad dejaba de existir y la democracia política se convertía en una pantomima. Frente a la sacralización de la propiedad se reforzaron en los siglos XIX y XX los otros elementos constituyentes del mundo liberal y democrático: la intimidad, los derechos sociales básicos, la protección de los mínimos cívicos que garantizaban una igualdad política real. Sin embargo Miguel de Esponera señala el problema principal al que hoy nos enfrentamos: esa consolidación de derechos que garantizaban que la propiedad privada no sería una tumba de los mismos, se hizo con políticas estatales decididas, pero el liberalismo tenía en su código genético la desconfianza por el estado y por eso, la garantía de nuestros derechos «está pensada para resistir la ingerencia del Estado, de la policía, del poder.» La desconfianza liberal hacia el Estado fue positiva porque articuló un sistema de pesos y contrapesos que diferenciaba al estado democrático de los estados totalitarios fascistas y comunistas que vulneraban toda dignidad humana. Fue posible un Estado con capacidad para remover aquello que impedía la libertad efectiva de los ciudadanos pero con frenos suficientes como para anular sus pulsiones totalitarias.
Pero el Estado era un poder visible, con sus ejércitos, sus policías, sus funcionarios. Era fácil poner límites cuando se iba más allá de lo tolerable, cuando las políticas públicas vulneraban el núcleo mismo de los principios de la libertad individual y de la dignidad y la intimidad de los ciudadanos. Ese estado, sin embargo, se ha ido adelgazando desde la caída del Muro de Berlín, y su espacio ha sido ocupado por otros poderes, invisibles, sibilinos, revestidos de una autoridad científica que los faculta para cometer cualquier barbaridad. Qué fácil resultaba escandalizarse frente a las arbitrariedades del Estado, frente a sus abusos: qué fácil señalar las políticas que generaban pobreza, exclusión, las que limitaban derechos o directamente los violaban, qué fácil acusar las políticas arbitrarias del poder estatal. Pero cuando esas mismas atrocidades son cometidas por un poder sin policía ni funcionarios, nos adentramos en el imperio de lo oscuro, de la tiniebla. Y o justificamos los crímenes que nunca le habríamos consentido al estado o nos quedamos sin respuesta frente a ellos, porque nos han hecho pensar que es sólo el estado el que puede allanar nuestros derechos. Ocurre, sin embargo, que ahora son los otros poderes los que están machando los derechos tan duramente conseguidos: ya no es un tirano como Hitler el que puede provocar toneladas de sufrimiento humano con sólo mover un dedo, ahora es un banquero de Londres el que puede hundir a naciones enteras en la hambruna y la desesperación con sólo ordenar una transferencia. «Cuando el poder no es público, sino empresarial, las garantías se derriten como mantequilla», dice Miguel de Esponera. Asistimos en Occidente a la mayor destrucción de derechos y libertades desde los años 30 y no sabemos qué hacer, porque nos sentimos «tan pequeñitos al lado de esos gigantes inmorales y mafiosos…».
(IDEAL, 22 de julio de 2011)
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