miércoles, 25 de agosto de 2010

Cartografías de verano. JAÉN ENTRE FOGONES




UNA COCINA CON RAÍCES

Los «artistas de la cocina» quieren hacer claudicar la cocina con la que se alimentaron las pasadas generaciones que en el mundo fueron –esa misma cocina que nuestras madres heredaron de nuestras abuelas, y nuestras abuelas de sus madres–, para imponer su nueva gastronomía basada en cosas tan sabrosas como el hidrógeno o el oxígeno –no sé bien cuál es le nuevo gas o aire cocinero– líquidos o en algas marinas. Con estos manjares y con el argumentario filosófico de la deconstrucción, presentan sus artificiosos platos: y así, por ejemplo, para hacer una tortilla de patatas –convenientemente postmoderna y convenientemente deconstruída–, supongo que por un lado presentarán la cebolla, por otro la patata, por el otro una tortilla de yema y por el otro la de clara, para que cada cual se lo mezcle al gusto y se lo coma, sazonado, eso sí, por mostaza o crema de salmón, pongamos el caso. Pero frente a esta nueva apuesta de los fogones, en la que es difícil discernir cuánto hay de marranada culinaria y cuanto de simple moda pasajera, urge reivindicar la vieja cocina hecha de sabores añejos que engolfan el paladar con su melancólica cantinela gustativa. Se trata, claro, de apostar por esa cocina del terruño que acumula el sabor de la tierra nuestra y la sabiduría antiquísima de muchas generaciones, esa cocina gestada, decantada despaciosamente a través de los años en un proceso de suma elegantísima de los productos que la tierra daba según las estaciones.

Cierto es que esa potentísima cocina de antaño, tan ligada al ritmo natural de las estaciones, puede encontrarse algo desvirtuada a día de hoy, cuando a través de la agricultura del plástico y de la ganadería del pienso es posible encontrar productos –que muchas veces a nada saben, por otra parte– de verano en pleno mes de enero y productos de marzo en pleno mes de agosto. Y cierto es que a la hora de aproximarnos a la cocina de nuestra tierra, de Jaén, tenemos que tener en cuenta que como toda herencia cultural, esta fue una cocina que se hacía con lo que la tierra daba, sin tener que recurrir –porque no se podía recurrir– a lo venido de fuera. La cocina tradicional de Jaén es una cocina de ancestros huertanos, de ancesdentes cereales. La absoluta primacía que ahora se quiere dar al aceite de oliva, oculta esa realidad anterior a que el olivar y la avaricia de los olivareros acabara, prácticamente, con la variedad productiva de Jaén. Es cierto que el aceite es imprescindible en muchos platos de Jaén, como la «pipirrana», pero no menos cierto que la materia que sustenta la mayor parte de los platos jiennenses no es el aceite sino la harina o las hortalizas. Harina que salía de los trigales que antaño cubrían lomas y lomas, hortalizas salidas de las huertas que hasta casi ayer crecían en las vegas juncosas que rodean –o rodeaban– nuestros pueblos o ciudades. Hoy, casi todo lo ha colonizado el olivo y es fácil que los tomates o las cebollas con las que se hacen las ensaladas jiennenses, o la harina con la que se amasan las tortas de manteca o las de los «andrajos», no hayan salido de los campos de Jaén sino que vengan importados de fuera.

Más allá de todo eso, sigue siendo necesario esa reivindicación de la cocina tradicional giennense. Por muchos motivos, sin duda, pero tal vez el primero y principal –descontado, por supuesto, su condición de cita ineludible para los amantes del buen comer– es la carga histórica, antropológica y espiritual que tiene. Porque esas decenas de platos heredados de nuestros mayores nos remiten a un pasado sin duda más humilde pero felizmente más sabroso.

UNA COCINA MÁGICA

Siempre me ha parecido que hay algo mágico en la sencillez –aparente sencillez– con la que se preparan los platos de la cocina tradicional. Algo mágico y radicalmente bello. Piensen, sino, por un instante en una fuente en la que se han cortado los tomates, la cebolleta y el pimiento, en la que se han añadido el atún en conserva o el bacalao –mítico plato de los pobres–, y en la que, de pronto, va cayendo sobria y majestuosa, despaciosa, amarillísima, el aceite de oliva. ¿No confluye en ese gesto tantas veces repetido una sabiduría no enseñada en las escuelas pero que tiene carácter fascinante, misterioso, de lo que viene de las mismas profundidades de la tierra? O piensen en esa confluencia de olores de todos los mundos que tienen los «andrajos», un plato que ahora que tanto se lleva lo del multiculturalismo debería ser plato del día de las Naciones Unidas. O intenten traer a su memoria el sabor poderosísimo de una noche de Cuaresma, sentados todavía en el brasero mientras comen ochíos –sí, ya sé que en el Diccionario de la Academia figura «hochío», pero habrá que pedirles a los ilustres académicos que corrijan su error– con habas verdes tiernas y lo aderezan todo con un vaso del fuerte vino del país, que apenas si se produce ya en Torreperogil o en Bailén y que hasta hace poco más de treinta años se elaboraba artesanalmente en tantas y tantas tabernas de nuestra geografía. O, ya que estamos en la Cuaresma, piensen en esa explosión culinaria que se produce en Semana Santa: ¿cómo va a ser posible el ayuno cuando esperan las fuentes llenas de espárragos, los potajes de garbanzos con espinacas, el bacalao «encebollao», las alcachofas en salsa o las bandejas llenas de borrachuelos, roscos de Jesús Nazareno –manjar del amanecer de Viernes Santo, en Úbeda–, virolos baezanos, hojaldres de Guarromán... Y así, invocando a la capacidad del lector para traer a su cabeza y a su paladar y su olfato, los mil recursos de la cocina tradicional de Jaén podríamos rellenar páginas y páginas.

Pero al espacio de un periódico le ocurre como a la vida, que es limitado y tiene fin. Y, claro está, no es plan de ir evocando manjares y mucho menos si se está leyendo esta página a la hora de la comida y chisporrotean en la sartén los pimientos o los huevos fritos y huele a pan recién cocido el comedor. Entiendo su desesperación si es ese su caso, o si está en la mesa de un bar, con una cerveza fría en la mano –¡ah, mítico sabor de la cerveza Alcázar, tan nuestra!– y esperan como tapa tipismos tan jiennenses y de tan profunda ascendencia arábiga como las berenjenas, los «alcarciles» o los caracoles con su evocador caldo de hierbabuena, o, ya de más raíz castellana, un buen trozo de pan con picadillo de chorizo o morcilla en caldera. (Pienso, al escribir esto, en la morcilla en caldera que mis primos, carniceros, siguen elaborando fieles a la receta con la que la elaboraba, desde mediado el siglo XIX, más o menos, la abuela de mi abuela Juana, y se me hacen agua la boca y el teclado del ordenador.)

Y entiendo que su desesperación crezca mientras los jugos de su estómago exigen, en plan huelga general, que les envíe usted una chuletilla de cordero segureño o una tajadilla de choto con ajos, o un trocito de lomo de orza o de perdiz en escabeche o un buen «cacho» de carne de monte según la preparan –manjar de manjares– en la serranía de Andújar. Claro, que si lo que a su cerebro le apetece son unas «papas a lo pobre» o sueña con los maravillosos días del invierno y las migas con torreznos y chorizo, pues difícil le va a resultar solucionar ese conflicto gastronómico que este artículo está generando en su interior. No sé si me sirve de excusa, pero puedo garantizarle que a estas alturas del artículo mi cuerpo entero exige ponerse delante de unos de esos platos de Jaén, pues no han resultado bastantes los churros –otra cosa muy de esta tierra, donde todavía es posible encontrar churrerías de primera categoría– de esta mañana para aliviar este torbellino de sensaciones y emociones que siento al escribir sobre nuestra cocina. Y eso, que en este artículo no ha cabido tanta riqueza como la cocina de Jaén tiene. Porque, usted lo sabe como yo, podríamos seguir prolongando la agonía de nuestra boca hecha agua pensando en las aceitunas que se machacan y se aliñan allá por el otoño, en las truchas cazorleñas, en los picatostes y las torrijas, en los dulces que salen de los conventos de clausura con aromas del paraíso, en... ¡Basta, basta! Dejémoslo aquí, ¿vale?...

Bueno, pero antes de eso, y aún a riesgo de darles la puntilla, me permitirán que les sugiera un manjar simplísimo pero en el que confluye toda nuestra riqueza gastronómica, toda la sabiduría de nuestros mayores: el pan con aceite. ¿Verdad que, ahora sí, han caído rematados? Pues ya saben... que se fastidien los inventores del pegotito de comida sofisticada en platos gigantescos y a por un buen plato de los que nuestras abuelas nos dejaron en herencia. Y como decían nuestras madres, con los brazos en jarras,... ¡neeeenes, a comeeeeer!

(Publicado en IDEAL el 14 de agosto de 2010)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Extraordinaria serie de artículos estos de Cartografías de Verano, los sigo en Ideal los fines de semana y son realmente espléndidos, una perfecta guía metaturística para Jaén