martes, 24 de agosto de 2010

Cartografías de verano. APROXIMACIÓN A LAS RUINAS


LÍRICA DE LAS RUINAS

¿Por qué el encanto de las ruinas? ¿Por qué la fascinación que ejercen en nosotros desde que los románticos descubriesen su potencial poético, su íntima lírica que habla de tiempo y muerte, pero también de vida y de belleza? En las ruinas el discurso de la modernidad ha encontrado una imagen perfecta para explicar grandes conceptos filosóficos como son el tiempo, o el ser, o la nada. Y es que las ruinas son una plasmación física de la brevedad e intensidad emocional de la existencia. Por eso tienen una prestancia senequista: a las ruinas, sólo les queda su propio ser, derribada ya la aspiración de totalidad que tuvieron en otras edades. Por ellas, ha pasado el tiempo con su voraz hambre destructora; en ellas, hincó la realidad del cosmos el pico inevitable de la tragedia a la que todo lo humano está condenado. ¿Hay, pues, algo más intensamente humano que las ruinas? El templo esplendoroso, recién inaugurado, puede pasmar, asombrar, puede levantar en el espíritu humano un prurito de orgullo de especie; pero sólo cuando el templo se ha convertido en montones de piedras roídas por el musgo, sólo cuando las vigas se acumulan sobre las losas carcomidas de humedades, sólo cuando las tumbas se han abierto para dejar que el polvo vuelva al polvo y anidan en ellas los pájaros si nombre, sólo entonces, el templo es capaz de acariciar lo más íntimo del hombre, esa delgada membrana del alma en la que aletea la conciencia de la finitud, la certeza de la muerte. Estamos hechos a imagen y semejanza de las ruinas, y por eso los románticos fueron capaces con su atormentada humanidad de descubrir su valor, sus cualidades líricas. La fascinación que los románticos sentían por las iglesias abandonadas, por los conventos derrumbados, por los viejos cementerios de tumbas sin nombre o de nombres desconocidos y descoloridos por el paso del tiempo, no supone, en realidad, más que una introspección del hombre en su mismo ser, una aproximación a lo constituyentemente humano.

Nos asombran las ruinas porque nos descubrimos en ellas. Nos desasosiegan las ruinas porque nos recuerdan el futuro de todo lo nuestro. Pero las ruinas también nos entusiasman, pues no en vano levantan en nosotros la capacidad de reconstruir, de imaginar, de repensar como fue todo el espacio que las edades han reducido a reliquias. En medio de las ruinas, nuestra mente levanta el arco que se levantó sobre nosotros, enciende las lámparas que debieron iluminar aquella capilla, se imagina las paredes cubiertas de retablos. Y esto enriquece nuestra propia visión del pasado que no conocimos y que no es ya más que cascotes sobre la tierra húmeda o paredones desafiantes del viento, porque esa invitación a novelar espacios que las ruinas nos ofrece nos permite convertirnos en arquitectos de nuevo lugar. En la ruina anida la vocación constructora de todos los humanos, trufada de magias que sostengan las bóvedas que derribaron los años o las guerras.

Las ruinas, pues, son un poema. Pero también un libro de filosofía. Y las ruinas... Basta; pongamos coto a este entusiasmo, a esta elevación que nos hace sobrevolar por encima del mapa de Jaén. Que hay, aquí, ruinas que esperan nuestra mirada. Tal vez bastaría recorrer pausadamente las lomas bordadas de olivares para descubrir una ermita abandonada y sin techumbre, poblada de cardos y jaramagos sobre los que zumban febriles los insectos de agosto; o un cortijo de puertas desvencijadas que dan paso a estancias desconchadas, a cantinas llenas de escombros, a cuadras abandonadas. Cada pueblo de Jaén, tiene sus ruinas. (Pero las ruinas, ojo, no siempre hablan bien de un pueblo: una cosa es cuidar, mimar las ruinas que el tiempo nos legó, las ruinas de los templos hundidos por los terremotos o volados por los franceses, y otra muy distinta consentir que acaben convertidos en ruinas edificios que debieran rescatarse.) Y sin embargo, hay una trilogía de ruinas que resulta especialmente sugerente.

SAN FRANCISCO DE BAEZA

Las ruinas del convento de San Francisco, en Baeza, son unas ruinas venidas a menos: en algún momento, los políticos y los arquitectos les limpiaron los hierbajos y secaron el musgo, enlosaron el suelo y las revistieron con un armazón de hierro y cemento que merma nuestra capacidad de imaginación, que les resta potencial de sugerencia y que nos dice como debió ser, más o menos, la bóveda que cubrió este recinto. Por esta capilla, que debió ser “la mejor de España”, pasaron todos los desastres necesarios para construir ruinas: un terremoto que derriba la techumbre, un temporal que se ceba con el templo abierto, la invasión de los franceses, las desamortizaciones. El fragor del cosmos. El olvido y la incuria de los hombres. Y debieron, en tiempos, ser unas ruinas mucho más bellas. Hoy, sin embargo, son ruinas relamidas, retocadas, grandiosas y capaces de todavía de acariciarnos el alma, sí, pero privadas de la disposición para alentar en nuestro interior sugerencias íntimas. (Hay que visitar estas ruinas de San Francisco una tarde de lluvia y de niebla, cuando las campanas lejanas traigan ecos de otros siglos. Y entonces –disimulados bajo el discurso gris del invierno los elementos modernos que flagelan la belleza de estas ruinas– se podrá apreciar la belleza secreta de este espacio fascinante.)

SANTA MARÍA DE CAZORLA

Los grandes muros de piedra tallada –los muros y pilares que delimitaron las naves, la Capilla Mayor– se elevan soberbios y desafiantes sobre el caserío de Cazorla. Detrás de ellos, el paisaje de la sierra pone un contrapunto natural que es imprescindible para cuajar en magias y sobrenaturalidades toda ruina que se precie. Y en los mismos muros, las plantas trepadoras, las hierbas sin nombre, los nidos de los cernícalos y de los vencejos, acotan una capacidad de retroceso en los siglos. «Aquí sí –puede decir el viajero sin temor a equivocarse– es posible jugar con los espacios; aquí sí es posible levantar bóvedas, dibujar cúpulas; aquí sí es posible imaginar rituales y diseñar retablos y ordenar procesiones de ánimas en las noches de Cuaresma.»

Y es que las ruinas de Santa María de Cazorla son un lugar sorprendente. Grandiosas, conservan los elementos suficientes como para convertirse en un laberinto de sentimientos y tal vez algún elemento de más, regalo del destino que pudo haberlo derribado y sin embargo no lo hizo, como esa graciosa linterna que se levanta sobre la bóveda de la Capilla Mayor y que invita a subir y mirar, desde allí, la sierra y el cielo... la vida. En estas ruinas hay puertas que como en un cuento de Borges tal vez no conduzcan a ninguna parte, hay escaleras lamidas por el musgo que, abruptamente, se cortan en uno escalón inopinado... Hay, sí, todas las bellezas que desde el romanticismo se han exigido para que una ruina fuese algo más que un montón de piedras sin alma y sin nombre.

LAS RUINAS DE LA IRUELA

Son, sin duda, las ruinas más hermosas, las más evocadoras de todo Jaén. Allí está, en la madurez de su plenitud, la ruina en estado puro, con una belleza impresionante. En un único espacio –fascinante– se levantan las ruinas del castillo de los templarios –¿la sola invocación de la Orden del Temple, ruina histórica en sí misma, no es ya motivo suficiente para llenar el corazón de sugerencias?– y de la iglesia renacentista de Santo Domingo. El estado de bendito abandono es tan absoluto, que el castillo no es en realidad más que un garabato de torreones desmadejados sobre las peñas grises, gritando contra los vientos que se empeñan en derrumbar sus peñas; y la iglesia está reducida a un esquema de formas y líneas pétreas, como si al reconvertirse de templo en misterio, hubiese querido mostrarnos el modo de construir de Vandelvira. Y todo ello, embellecido por el musgo y la hiedra y los cipreses sin memoria.

Pero sin embargo, lo que imprime tanto carácter a las ruinas de La Iruela es la asfixiante presencia que en ellas tiene la muerte. Son, pues, unas ruinas especialmente dirigidas hacia la melancolía, hacia la añoranza de no sabemos qué. Por los alrededores del templo y del castillo encontramos tumbas antiguas en las que todavía desconsuelan el ánimo algunas flores de plástico y en las que aún –allá por Todos los Santos– arden amargas velas rojas; dentro de Santo Domingo, la muerte grita en los nichos abiertos en el costado del templo. Sobrecoge la imagen de esos nichos sin lápida y sin restos, sin nombres, pero que resumen toda la función del templo y que elevan en nosotros la memoria de la liturgia fenecida, la belleza afligida de las tardes de noviembre en las que el pueblo concurría para buscar la esperanza de otra vida en medio de una iglesia llena de luces, mientras el órgano elevaba su salmodia tenaz. Uno, en otras ruinas, es capaz de imaginar volúmenes y altares; aquí, uno poetiza armonías sin nombre y salmos y ritos que nadie ya conoce; uno, aquí –entre los muros de Santo Domingo, a la sombra del mito del Temple– versifica espíritus y los templa. Y esa es la suprema belleza de las ruinas.

(Publicado en IDEAL el 8 de agosto de 2010)

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