domingo, 22 de agosto de 2010

Cartografías de verano. BREVES ENSAYOS MARINOS



PASEO MARÍTIMO

Aunque uno se empine sobre las lomas y los cerros y sobre los montes lejanos que componen la orografía de Jaén, el verano de estas tierras es un verano sin mar. No se otea el mar, ni se divisa. Ni a lo lejos. No llega, pues, hasta los olivares el rumor y el olor de las mareas que suben o bajan atendiendo los dictados rítmicos de la luna. Está lejos el mar y la neblina de los olivares, el sopor de la tierra asfixiada bajo la canícula del interior, hacen imposible toda vocación marina de esta tierra. ¿Toda? A veces nos olvidamos de que los montes y los pueblos de Segura conformaron una provincia marítima. Provincia marítima... sin mar, ni puertos, sin gaviotas ni olas rompiendo en los acantilados. Provincia marítima lejísimos de los océanos, pero que suministraba las maderas necesarias para construir los navíos y bergantines españoles que surcaban los mares, cuajándose de aventuras y naufragios, y que perecieron en Trafalgar. Jaén es una tierra de ficciones: ficción de mar para una provincia marítima encumbrada en peñascos, ficción de aeropuerto, ficción de autovías. Ficciones para una tierra sin pulso. Y sin mar. ¿Cómo se puede vivir de espejismos?, ¿cómo alimentar la esperanza de ficciones? Al menos, aquella ficción marina de la Provincia de Segura permitió que esta dura y áspera tierra del interior gozase del espejismo de la mar. Pero los espejismos pasan y queda el verano seco que espesa el aire en los pulmones. ¿Es imposible el mar en Jaén?...

Cada pueblo de Jaén tiene su particular añoranza marina. Por eso, cuando uno se asoma a los miradores formados en torno a los antiguos recintos amurallados o en los rompientes naturales elevados sobre los valles, el campo de Jaén se transfigura en una red vastísima de azules y verdes, tornasolados de lejanías, que quieren asemejar el mar que nunca conocerá esta tierra. En la hora de la siesta las colinas ondulan la quietud de los olivos bajo los vapores amarillos y polvorientos del verano, en una masa cromática confusa y unificadora que apelmaza en la paleta del tiempo el verde cansado del olivar y el azul tan lejano de las serranías para reconvertir toda visión en una especie de fotografía informe de la mar en calma. «El mar de olivos», que diría el material publicitario oficial... El mar de olivos, sí, suplicante de aguas y humedades que nunca llegan; conformado por tierra agrietada y troncos retorcidos, gimientes en la sequedad de las horas sin pausa. El mar de olivos que, haciendo de la necesidad virtud, suple la carencia marítima de esta tierra lejana de todas las historias y que, sin imposturas, nos ofrece otra forma de aventurarnos en los arcanos de la soledad infinita. Hombres y tierras de Jaén: marinos a la forma del olivo. Solitarios al modo del mar de olivos.

No tiene mar Jaén. Y sin embargo, podríamos decir con Gabriel Celaya que sentados “en estas rocas” –las espigadas rocas de los rompientes cazorleños o segureños– escuchamos el mar, sin entender sus palabras, aturdidas por tanta lejanía. Porque cada verano es como si Jaén anhelase retornar a ese origen marino que es origen de toda vida, a esa fuerza germinal levantada por la explosión de las espumas. Porque en el fondo todos conservamos el rastro genético de nuestra ascendencia oceánica. Y eso, ¿no es un estímulo interior para construirnos nuestro propio mar? ¿No es una fuerza para cerrar los ojos e imaginar que bajo las murallas derruidas de nuestros pueblos o en el fondo de los barrancos de Mágina o de Iznatoraf, pueden romper las olas y anidar los cormoranes y llegar veleros rutilantes de sedas blancas? ¿No es una llamada de nuestros pozos íntimos para que descubramos en ellos los restos salobres de la sangre que un día amaneció toda vida en las orillas del mar?

Estamos, los jiennenses, lejos del mar, separados de él por carreteras y autovías y retenciones y por imposibilidades económicas. Y sin embargo, cuando la tarde cae desmayándose –Valle del Guadalquivir abajo, por las tierras de Andujar– podemos aspirar hondo para que los pulmones se nos llenen no de salitre pero sí de ilusiones... ilusiones de navegantes. Ilusiones de náufragos. Ilusiones de caminantes por un paseo marítimo que no puede ver el mar.

NAVEGANTES

Hay, a veces, que cerrar los ojos. Hay que imaginar. Ahora conocemos el mar antes de conocerlo: están las fotografías, la televisión, están sus imágenes que nos permiten aproximarnos a su realidad. Por eso, nuestro sentimiento frente al mar, la primera vez que nos enfrentamos a él, tiene cierta adulteración: «Mar, yo te conozco.» Soberbia del hombre postmoderno. Porque, ¿quién conoce al mar?

Creemos que conocemos el mundo porque lo hemos recorrido en el rectángulo del televisor o de la pantalla del ordenador. Pero, ¿y los jiennenses de hace cien, doscientos años? Los jiennenses que llegaron a los puertos atlánticos cuando la epopeya americana, para embarcar rumbo a las Indias cargados de ambiciones y esperanzas y crueldades, ¿qué sintieron aquella vez que realmente era la primera, en aquel momento que no había sido adulterado por ninguna ficción ni ninguna imagen previa? ¿Qué levantó en su interior –qué sed de aventuras, qué sed de lejanías– el sonido de las olas rompiendo en los costados de las carabelas o de los galeones, el estruendo de las gaviotas peleándose sobre las barcas de los pescadores, el bramido del mar en los acantilados? Seguramente, en las plazas de Martos o de Villacarrillo o de Ibros o de La Guardia –plazas medievales acordonadas de campanas y miserias– habían oído contar aquellos jiennenses –niños o mozos ansiosos de gloria o, sencillamente, agotados de tanta miseria– de hace trescientos, quinientos años, maravillas del mar, tan fantasiosas que difícilmente podían ser creídas siquiera por unos críos, historias de monstruos gigantescos capaces de engullir fortalezas y por supuesto frágiles galeones cargados de oro, historias de enfermedades desconocidas y de puertos en los que las mujeres besaban con la libertad de las pasiones sin cadenas, ciudades lejanas y rodeadas por la selva en las que había tabernas donde el vino no tenía precio, lugares en los que las frutas germinaban sobre los bardales de las casas y podían recogerse gratuitamente, simplemente alzando la mano. Historias de un mundo mágico, pero real, pues allegaba a las guerras de la Corona lingotes y lingotes de oro y de plata.

...¿Qué mar soñaron los hombres de Jaén en los siglos en los que el mar estaba más lejos que hoy?...

La codicia, la gloria, la fiebre del oro... el hambre –¿acaso no es el hambre el verdadero motor de la historia?–, empujaron a los hombres de Cazorla y de Quesada y de Baeza y de Cabra hacia el puerto de Sevilla, rumbo a América, o hacia los puertos cantábricos, para enrolarse en las flotas que luchaban contra los ingleses o contra los rebeldes holandeses. Nacieron en pueblos entonces pujantes pero sin posibilidad de aventura, rodeados de vides y de olivos y de trigales pero sin rastro de ríos poderosos como los que surcaban los mapas de la América española ni mucho menos de ignotos caminos marinos. Nacieron aquellos giennenses en pueblos que levantaban palacios y catedrales al modo italiano, prósperos. Y sin embargo no se amedrentaron y embarcaron rumbo a lo que, sin conocerse, prometía una vida mejor.

Navegantes de Jaén. Huyeron de la esclavitud del olivo. De la sequedad de un agosto sin playa. Pero desconocemos sus nombres; nadie ha dado forma a la nómina de sus hazañas, a la cualidad de sus emociones primeras en las murallas de Cádiz o en la bocana que el Guadalquivir abre para fundirse con el Atlántico. Navegantes sin rostro y sin mar. ¿No es necesario, ahora que los jiennenses de la modernidad emigramos, cada verano, hacia el mar, reconstruir las biografías y las leyendas de los viejos marinos que Jaén regaló a los mares, a la epopeya de los mares?

(Publicado en IDEAL el 7 de agosto de 2010)

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