La tarde de la primavera –lluviosa, de irremediable tristeza pese a los naranjos en flor– nos ha sorprendido en la calle, por la que el agua corre sin la prisa de los asuntos humanos, lavando la cara de las aceras y rebotando contra los escaparates que acaban de encenderse mientras bajo las nubes del color de la ceniza se eleva el cántico de las últimas campanas del domingo. ¿Ha aprendido ya Manuel, en su silleta, el “vago secreto de ternura” que guarda la lluvia? Mira sorprendido las gotas que caen en el plástico que lo protege, y quiere cogerlas –para jugar– pero se detiene cuando pasamos al lado del hombre que con gesto cansado toca el acordeón. (A mí, la música del acordeón me ha parecido siempre una música aliñada de desconsuelos y lejanías que transporta a quien la oye a los arrabales de Buenos Aires o a las plazas de Praga o los bulevares donde el sol registra un horizonte, en París, a todos esos espacios que con su trasiego de personas y de siglos expresan en la música del acordeón –un música para las tardes de lluvia, lentísima para que el vals o el tango o la copla desmadejada y desmemoriada se enreden en el mecanismo de la melancolía– un rumor cristalino de otras tardes de lluvia.) Manuel mira al acordeonista con sus ojos grandes y azules, pero él no está hecho de líricas postizas y asocia la música con los tambores, quién sabe porqué.... Burrúm, burrúm, burrúm... ¿Cómo será el mundo visto por los ojos de un niño? ¿A qué suena la lluvia en los oídos de Manuel?...
La lluvia –según Borges– es una cosa que sucede en el pasado: siempre llueve en los días de nuestra infancia, como un repiqueteo de palabras sin voz, como una música sin aire que la levante por el espacio pero que es capaz de convocar un tumulto de presencias sin las cuales no podemos reconocernos. Estamos hechos de la memoria de la lluvia, que atiza las hogueras de nuestro corazón, agita los rescoldos de la nostalgia, hasta devolvernos siempre aquel niño machadiano que recitaba la tabla del 7 –tan difícil– una tarde octubre o que chapoteaba en los charcos de enero. ¿Dónde descansan –en qué lugar de los ayeres amontonados– los jirones blancos de nuestros recuerdos, dónde otras tardes de lluvia que vivimos, dónde las tristezas asomadas a las ventanas del aula y a los balcones de aquella casa grande? ¿Dónde reposa el aire acuchillado por las soledades de esta tarde de mayo? (Y aunque a lo lejos –más allá de las torres de Santiago y de las acacias del Paseo del León– el cielo está abriendo una brecha para que la luz naranja del crepúsculo ilumine los instantes últimos del día, y aunque los vencejos pujan en sus nidos por salir a conquistar el viento enredado entre las columnas de los palacios sin dueño, la tarde de lluvia se ha apoderado ya, irremediablemente, de los resortes íntimos de nuestro yo. Y se han puesto tristes las palabras y los afanes.) Llueve sin prisa, limpiando tejados, perfilando la forma de las casas y de las iglesias que aguardan en penumbra; las primeras luces de la noche parpadean en las ventanas, como si tuviesen una premonición que aventurarnos. Manuel es ajeno a todo esto, porque el mira el mundo sin maldad y sin literatura... Pero... ¿qué sueños estará la lluvia de mayo tejiendo en el fondo de Manuel?...
(Publicado en IDEAL el 20 de mayo de 2010)
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