Diego Pastrana es ese joven canario al que todos estamos haciendo pasar por un calvario difícil de vivir e imposible de olvidar. Una tarde, se presenta en el hospital con su hijastra a punto de morir y sale de allí esposado y directo al calabozo porque uno de los perspicaces médicos que pueblan alguno de los diecisiete sistemas sanitarios españoles dice que hay rastros en la niña muerta de malos tratos y de violaciones sexuales. Es de suponer que las diligentes autoridades sanitarias de Canarias pasan el parte médico a la prensa, para que todo el mundo sepa lo eficazmente que se actúan los políticos contra los maltratadores, y ya nadie puede evitar el linchamiento moral de este hombre. Ahora no vale esquivar la responsabilidad, porque todos fuimos culpables, todos hemos sido responsables de lo sucedido. Cierto es que el responsable genésico de todo es ese médico que certifica lo inexistente, y luego el politicucho de turno que ufano y feliz por haber apresado a un criminal se lo cuenta a la prensa. Pero a partir de ahí ya no es posible que ningún ciudadano renuncie a su responsabilidad.
Nuestra sociedad, al socaire de unos medios de comunicación desesperados por captar lectores y oyentes y televidentes, tiene una capacidad aterradora para convertirse en turba. La modernidad, la diversidad de la información y la inmediatez de la misma no están sirviendo para hacernos mejores sino para sacar lo peor que anida en nuestro interior, ese animal sediento de venganza y ansioso de acudir a la plaza con hoces y horcas. Es suficiente la sospecha o el error en el diagnóstico para culpar a alguien de crímenes terribles, sin necesidad de esperar dictámenes médicos definitivos o juicios en los que pueda defenderse. No hay presunción de inocencia, porque la propia la ley la vulnera: ante denuncias de los malos tratos muchos hombres inocentes se están viendo obligados a reconocer palizas que no han dado para someterse a un juicio rápido y evitar el desastre psicológico del calabozo. Prima el juicio inmediato, inmisericorde, terrible, el juicio del titular que más horror acapare, el de las palabras que nos dibujen un acusado más repugnante. Pero ocurre si la acusación es falsa y tan horrenda destruye al acusado. A Diego se le encerró en un zulo, a pan y agua y los guardias civiles que lo custodiaban lo obligaron a presenciar las fotografías terribles de la autopsia de su hijastra. Ahora está devastado, arrasado, sin resortes íntimos a los que aferrarse. Nosotros, todos nosotros, todas nuestras palabras iracundas, lo hemos destruido. Y lo realmente grotesco es que el médico que inicio la vía dolorosa de este joven debe ser compañero, sino amigo, del que no hizo ninguna prueba cuando la niña llegó al hospital con el golpe en la cabeza que finalmente la ha matado.
Profesionalidad, sensatez, mesura, todo eso ha desaparecido de nuestra manera de ser, de escribir, de expresarnos. Somos carne de turba linchadora. ¿Podrá perdonarnos Diego?
(Publicado en Diario IDEAL el día 3 de diciembre de 2009)
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