miércoles, 16 de diciembre de 2009

LA NOCHE DE LOS TIEMPOS





El fin de semana terminé de leer La noche de los tiempos, de Muñoz Molina, y tengo que reconocer que se me ha quedado en la boca un extraordinario sabor literario. Porque resulta que esta novela monumental –ahora estoy todavía más convencido de que el valor de esta obra crecerá a medida que pasen los años– puede leerse de muchas maneras. Puede leerse como una obra reflexiva sobre uno de los periodos más convulsos de la historia de España, y en este sentido es una obra valiente y necesaria, que no escamotea conflictos éticos y políticos de primera magnitud. Puede leerse también como una historia de amor en Judith Biely e Ignacio Abel, los protagonistas principales. Pero en ambos casos la novela se queda coja, o al menos eso pienso yo. Porque sobre todo la novela tiene que leerse como un monumento literario: hay capítulos, pasajes, párrafos, en los que se tiene la certeza de que no se puede escribir mejor, de que es difícil exprimir con tanta maestría los recursos que el español ofrece para la belleza.

Ciertamente esta manera de leer no es la más apropiada para zambullirse de lleno en la trama de una novela. Y puede que sea un vicio de lector, que anda leyendo para rastrear herencias o para intentar componer en el cerebro el proceso de encaje de las muchas piezas corales que concurren en las páginas de La noche de los tiempos. Pero hay algo en este libro de Muñoz Molina que evita el engolfamiento en ese vicio puramente estético: es la construcción de los personajes. A medida que avanzamos en la novela, los personajes crecen y notamos como se nos escapan de las manos y van cobrando vida propia. Es difícil conseguir esto en cualquier personaje, pero sobre en algunos personajes secundarios, como don Francisco de Asís, el suegro de Ignacio Abel, que adquiere cuerpo y alma propios apareciendo muy poco en la novela, y que acaba convertido en un personaje memorable que llega a emocionarnos.

Esta corporeidad de los personajes nos rescata del vicio de lectores. Y nos adentra en los laberintos personales y morales de la España de 1936. La época retratada resulta creíble porque los personajes lo son, porque renuncian al heroísmo tópico y porque se enfrentan a los dilemas de un tiempo angustioso. Todo esto se resumen en Ignacio Abel, el protagonista de la novela: no sólo es el antihéroe, el que se marcha de España para evitar se asesinado por cualquiera de los dos bandos, consumido por la fiebre erótica y la necesidad (pienso que más física que amorosa o espiritual) de encontrar a Judith y que deja abandonados a su mujer y sus hijos. Lo que hace creíble a Ignacio Abel es eso, que mezcla contradicciones, que nos resulta estúpido y nos produce lástima, que nos resulta mezquino, egoísta. Podemos identificarnos con él en lo político, pero nos produce un rechazo casi visceral en lo personal.

Por eso, cerramos la última página del libro y nos preguntamos cuánto de nosotros hay en Ignacio Abel. O yo al menos me lo pregunté. Por suerte todavía no he encontrado una respuesta. Hasta hoy sigo paladeando una experiencia literaria y ética que hacía mucho tiempo no sentía. No es un libro de fácil lectura –la sintaxis es compleja, la estructura coral también– y hasta que no se ha avanzado bastante en la novela la historia parece que no acaba de despegar, pero llega un momento en que resulta imposible no sentirse consumido por la vorágine personal de los personajes de la novela, por sus tragedias, sus pensamientos, sus melancolías o sus miedos. Es entonces cuando descubrimos que todo en la novela tiene sentido, que todas las piezas encajan y que cada frase es necesaria para construir ese artificio monumental de belleza literaria que es La noche de los tiempos.

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