sábado, 28 de marzo de 2009

LOS HOMBRES BUENOS



Ahora que pintan bastos para la historia, es bueno acercarse a esos pequeños detalles que permitieron que el mundo haya sido algo mejor o que permiten conservar cierta esperanza, algún consuelo. Estamos acostumbrados a pensar la historia en términos grandilocuentes, en parámetros de revoluciones, guerras y cataclismos sociales. Y a veces, aquí, junto a nosotros, a nuestro lado, caminaron y estuvieron los que transformaron una parcela del mundo sin gritos ni barricadas, sin gestos exagerados, sin derroches inútiles. La bondad es una pulsión de lo pequeño, pues no en vano nace en el corazón de los hombres, que es un músculo que a veces se agota y que no siempre ni en todos los cuerpos bombea sangre para alimentar sueños. Pero la bondad es capaz de realizar los cambios más profundos, las transformaciones perdurables: no sé qué sabio pidió una palanca y un buen punto de apoyo para mover el mundo, trastocando los ejes de rotación de la tierra, pero sé que nosotros, en los últimos cincuenta años, hemos visto como un pedazo de playa y un puñado de voluntades fueron capaces de trastocar la historia profunda de nuestro pueblo, fecundando de honduras tantas almas. Se cumplen ahora cincuenta años de los campamentos de Acción Católica, esa palanca con la que Antonio Gutiérrez y Manolo Molina y muchos cientos de jóvenes ubetenses modificaron el eje de rotación de la sociedad ubetense.

Es difícil aventurar qué hubiera sido de Úbeda si no se hubiera cruzado en su camino esa llama fulgurante de generosidades y entregas que fue Antonio Gutiérrez. No podremos conocer qué semillas hubiesen germinado o se hubiesen agostado en el corazón de tantos jóvenes sin la capacidad de reflexión que atesoraba Manolo Molina. Pero por suerte podemos hacer balance de su obra: es algo vivo y que supera los campamentos de La Barrosa.

Cuando “El Viejo” se marchó en el verano de 1959 a un campamento de Burgos, ya llevaba sobre sus espaldas una hermosa y triste historia de amores frustrados por la muerte y una ingente obra de ayuda a los necesitados. Es necesario releer las viejas actas del centro de Acción Católica para darse cuenta de la generosidad sin límites derrochada por Antonio Gutiérrez, para conocer la dimensión santificadora de su apostolado del amor hacia los pobres: faltaba pan y “El Viejo” buscaba pan, faltaban medicinas y “El Viejo” buscaba medicinas, faltaba consuelo para los desvalidos y “El Viejo” aportaba consuelos, faltaba tanto en aquella Úbeda y “El Viejo” buscaba tanto cuanto podía. La acción benéfica y social de Antonio Gutiérrez es sorprendente y puede que haya sido –injustamente– olvidada. Pero no se puede desligar esa vocación por hacer el bien, ese afán por materializar las bienaventuranzas, de la realidad del Campamento, que era un espacio en el que regalar a los niños que de tanto carecían un pliego de playa y un retazo de sol, un pedazo de Dios.

Luego, claro, está el hecho de que toda esa labor de bondad no responde a unos criterios políticos o sociales más o menos inconexos o peregrinos o fácilmente intercambiables. Porque ese despliegue de altruismo está anclado en unas convicciones profundamente religiosas, que en Antonio Gutiérrez se manifestaron de manera más sencilla, con la ingenuidad de los que siempre tienen corazón de niños grandes –yo, cuando veo a la Virgen de Guadalupe, siempre me sigo acordando de esas lágrimas felices con las que “El Viejo” le hablaba de sus cosas–, y que en Manolo Molina se elaboraron a partir de una reflexión sincera y honda sobre el papel de la Iglesia y sobre la condición moral del hecho de ser creyente. “El Viejo” era la entrega que empuja y reza como los niños, Manolo era la entrega que piensa y ora como los que aspiran a no dejar de crecer. “El Viejo” fue el Campamento, pero también los Donantes de Sangre, Cáritas, La Patera, las visitas a Los Prados y al Neveral… Manolo fue el Campamento, pero también las charlas lentísimas y sabrosas de las noches en La Barrosa que han educado –educado de verdad, como a hombres enteros– a tantos y tantos jóvenes ubetenses, también la Cofradía del Cristo de la Noche Oscura, que él siempre reclamaba con legítimo orgullo como obra de la Acción Católica de Úbeda más que de la familia salesiana.

Y a mí, sin embargo, hay algo que me sigue sorprendiendo de esos dos hombres grandes a cuya sombra se ha forjado tanta parte de lo que soy. Y es que fueron buenos, dieron mucho: pero nunca dejaron de ser hombres de carne y hueso, nunca jugaron a la santidad –“El Viejo” llegó a renunciar a la Medalla de Alfonso X al Mérito Civil–, ni al heroísmo, se equivocaron y lo reconocieron, se enfadaban sin razones, se encabritaban y discutían entre ellos pero yo vi a Manolo llorar como un niño cuando “El Viejo” se murió y estoy convencido de que era Antonio el que esperaba a Manolo esa tarde de agosto en que murió. Ser persona en toda la compleja dimensión de la persona, vivir como persona, morir como persona: no creo que se pueda acumular mérito mayor en la vida, y ese es el mérito no sólo de “El Viejo” y de Manolo Molina sino de toda la Acción Católica de Úbeda y de sus campamentos, que no han cesado de alumbrar personas. ¿Cómo sería la Úbeda de hoy si su destino no se hubiera cruzado con los destinos de Antonio Gutiérrez y Manolo Molina y de la JAC y del Campamento de La Barrosa? Pues eso, sería una ciudad con menos personas, tal vez con muchos y buenos ciudadanos –cosa difícil, por otra parte–, pero desde luego con menos personas, con menos hombres y menos mujeres que tienen un compromiso –a veces tenue, pero compromiso al fin–, alguna ilusión, varias esperanzas, y que sobre todo atesoran el convencimiento de que conociendo a esos dos hombres buenos que se llamaban Antonio y Manuel sus vidas fueron mejores. Porque gracias a ellos comprendieron el valor de la amistad, la belleza de la creación, la necesidad que el mundo tiene de los corazones generosos. Y eso es mucho, y eso es algo que una ciudad tiene que agradecer, tanto bien derramado.

¿Por qué un artículo sobre Antonio Gutiérrez y Manolo Molina en un anuario cofrade? ¿Por qué una reflexión sobre el valor de los campamentos de La Barrosa en medio del esplendor de las procesiones? Pues porque ese Campamento ha entregado muchos cofrades. Pero sobre todo porque “El Viejo” se fue a las infinitas playas de la eternidad vestido con la túnica de El Santo Entierro, y Manolo Molina conoció el agosto infinito y celestial ataviado con su túnica de La Noche Oscura. ¿Por qué hablar de ellos aquí y ahora? Porque fueron buenos, porque supieron ser personas, porque fueron cofrades de cuerpo entero: porque hicieron de su vida ejercicio de un cristianismo de los hombres buenos –¿puede haber otro cristianismo?– que tiene que invitarnos a reflexionar sobre nuestra condición de cristianos, apagando si hace falta el ruido de los tambores y las trompetas, que el bien se esconde en el silencio, ese corazón donde recordamos que seguimos hablando cada Martes Santo con “El Viejo” y con Manolo.

(Publicado en ÚBEDA, IMAGEN Y PALABRA, Núm. 11, marzo de 2009)

4 comentarios:

ANTONIO Y ROSA V. dijo...

Cuanta razón tienes Manolo, una vez me más nos parece un artículo extraordinario.
Muchas gracias por tus palabras y por mantener vivo el recuerdo de esas dos buenas personas como tú muy bien describes, que Gracias a Dios un día puede conocer y dejaron en mí un testimonio de lo que realmente significa entrega gratuita y entregarse a los demás.
¡Cuántas personas así necesita hoy nuestra sociedad!

Sergio Alises Moreno dijo...

Sin comentarios.

Cuando escribes, siempre lo haces desde el conocimiento. Esta vez, además lo haces desde el cariño más auténtico y más profundo.

Siempre unidos

Juan Ángel López Barrionuevo dijo...

Me gusta mucho, su articulo.

Un fuerte abrazo y saludos de su

seguidor Juan Ángel López Barrionuevo.

Manuel Madrid Delgado dijo...

Muchas gracias por vuestros comentarios y perdón por la tardanza en agradecer. Me emocioné con mis recuerdos al escribir este artículo.
Un saludo.