Ignacio de Loyola recomendaba no hacer mudanza en tiempos de tribulación, pero la gravedad de este momento y la desorientación con la que caminamos por un laberinto sin puertas ni farolas, traen cambios en casi todo. La crisis amenaza con engullir las democracias y con arrastrar nuestras sociedades hacia un remolino de desórdenes para los que aún no existen los nombres que los nombren. De pronto hemos descubierto que el presente no era rosa y que tenía cloacas, de golpe comienzan a decirnos que el futuro va a ser peor –necesariamente peor–, de repente el paro engorda su cosecha de tristezas y los comedores de Cáritas se desbordan. Y todos sentimos que la desgracia nos alienta en el cogote y que ya no basta con marcar de sangre el quicio de nuestras puertas para que la epidemia pase de largo. La violencia del desastre nos ha devuelto nuestra pura condición humana: somos seres desvalidos, nos sabemos desnudos ante la tormenta del poder. Y estamos ciegos. Estamos perdidos y no nos sirven las brújulas de ayer. Y el mundo se lanza a una espiral de cambio, como si para salir de la tribulación sólo fuese válida la consigna de realizar muchas mudanzas.
Cambian los gobiernos de Galicia y del País Vasco –supuesto que los socialistas vascos no repitan la hazaña de los de Cataluña–. El cansancio aventura aires de cambio allí donde hay elecciones, por ver si los nuevos son mejores, aunque serán peores, sin duda. Zapatero quiere cambiar su gobierno, que está sin resuello y sin ideas y –dicen– sin conciencia de la situación que atravesamos. Y Obama –un tipo listo y digno– cambia el sistema educativo americano porque sabe que sin educación no hay futuro ni prosperidad, y eso nos da envidia a los que vivimos en un país donde los políticos machacan la educación, que es algo que no tiene visos de cambiar. Se cambian normas, leyes, alianzas, pactos, pensando que en alguna revuelta el cambio traerá la piedra filosofal que despeje el camino de tanta zarza como nos araña el corazón. Las soluciones envejecen de un día para otro, empujadas por los vientos de la crisis, y nuevas propuestas alumbran allí donde posiblemente no quede espacio para la luz. Se cambian gobiernos, estrategias, parlamentos, porque pensamos que debe existir un milagro que nos redima de la calamidad. Cambio, cambio, cambio.
Tiempos de tribulación. Tiempos de cambio. Pero, ¿y nosotros? ¿Hemos cambiado nosotros? Lo cambiamos todo, pero es un cambio como el de la camisa de la serpiente, que afecta sólo a lo de fuera. ¿No estaremos practicando un cambio –postizo– que detenemos precisamente al llegar a aquello que más tendríamos que cambiar, que es nuestro interior? Estamos perdidos, lo demuestra la crisis. Y somos más hombres que nunca: por eso estamos ciegos, ciegos de mirar sin ver. Mudamos, sí, pero no tanto. O no lo necesario. El gran cambio está todavía pendiente: hay que pasar de la metáfora del cambio a la realidad de la mudanza, aunque duela. Es ahí donde nos jugamos nuestro futuro. Y el de nuestros hijos.
(Publicado en Diario IDEAL el día 19 de marzo de 2009)
Cambian los gobiernos de Galicia y del País Vasco –supuesto que los socialistas vascos no repitan la hazaña de los de Cataluña–. El cansancio aventura aires de cambio allí donde hay elecciones, por ver si los nuevos son mejores, aunque serán peores, sin duda. Zapatero quiere cambiar su gobierno, que está sin resuello y sin ideas y –dicen– sin conciencia de la situación que atravesamos. Y Obama –un tipo listo y digno– cambia el sistema educativo americano porque sabe que sin educación no hay futuro ni prosperidad, y eso nos da envidia a los que vivimos en un país donde los políticos machacan la educación, que es algo que no tiene visos de cambiar. Se cambian normas, leyes, alianzas, pactos, pensando que en alguna revuelta el cambio traerá la piedra filosofal que despeje el camino de tanta zarza como nos araña el corazón. Las soluciones envejecen de un día para otro, empujadas por los vientos de la crisis, y nuevas propuestas alumbran allí donde posiblemente no quede espacio para la luz. Se cambian gobiernos, estrategias, parlamentos, porque pensamos que debe existir un milagro que nos redima de la calamidad. Cambio, cambio, cambio.
Tiempos de tribulación. Tiempos de cambio. Pero, ¿y nosotros? ¿Hemos cambiado nosotros? Lo cambiamos todo, pero es un cambio como el de la camisa de la serpiente, que afecta sólo a lo de fuera. ¿No estaremos practicando un cambio –postizo– que detenemos precisamente al llegar a aquello que más tendríamos que cambiar, que es nuestro interior? Estamos perdidos, lo demuestra la crisis. Y somos más hombres que nunca: por eso estamos ciegos, ciegos de mirar sin ver. Mudamos, sí, pero no tanto. O no lo necesario. El gran cambio está todavía pendiente: hay que pasar de la metáfora del cambio a la realidad de la mudanza, aunque duela. Es ahí donde nos jugamos nuestro futuro. Y el de nuestros hijos.
(Publicado en Diario IDEAL el día 19 de marzo de 2009)
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