A Rosa Liaño
El pasado día 10 de junio se cumplieron treinta años de la muerte de Juan Pasquau. ¿Qué decir de este hombre grande? Podríamos enumerar sus muchos títulos y sus méritos, sus miles de artículos escritos durante cuarenta años en “Ideal” de Granada o en “ABC” o en “Jaén” o en decenas de revistas. Podríamos señalar su valía como educador o su incuestionable aportación al arte del artículo periodístico. Y sin embargo, ay, no estaríamos hablando de Juan Pasquau porque él no era un currículum sino un hombre. Nada más y nada menos que un hombre: un hombre que escribía, porque sentía y amaba y porque palmoteaba en sus dudas y certezas entre “los álamos que hacen sonllorar al viento”. Tal vez esta frase –pura poesía– describe al hombre entero que fue Juan Pasquau: ¿qué hombre es capaz de mirar los álamos de la tarde y verlos sonrollar, que es palabra de poeta? Sólo un hombre bueno y un escritor grande puede mirar con esa profundidad. Creo que esa capacidad para mirar en lo profundo es lo fundamental del legado literario y espiritual de Juan Pasquau, el gran despistado de la historia de Úbeda del que Rafael Bellón ha dicho que “consumió su vida en ser persona, que vivió y se desvivió para serlo”. Ser persona: ¿fue ese el empeño último de un Juan Pasquau que siempre miraba más adentro de las personas y de las cosas y de los quehaceres de este mundo loco, hasta llegar a su misma alma temblorosa de emociones y dudas?
En la mañana azul subiría Rosa al cementerio. Rosa Liaño le habla siempre a Juan, como si no se hubiera ido, con la ternura de la esposa que aún sigue enamorada: “serán ceniza, más tendrán sentido,/ polvo serán, más polvo enamorado”. El día 10 le habló junto a la hermosa tumba que los Pasquau levantaron mediado el siglo XIX y en la que descansa su marido. Pero, ¿realmente duerme el hombre entero entre el sol y los cipreses y los pájaros que chillan? Creo que no, creo que Juan Pasquau está –urgente y palpitante– en el ese tesoro espiritual que son sus escritos. Rosa habla con él cuando lo lee y cuando lo recuerda y cuando lo necesita. Pero, ¿y nosotros?... ¿qué nos ocurre a nosotros para que no sepamos conversar con Juan Pasquau? ¿Qué ocurre para que no sepamos descubrirlo en las estancias del espíritu en las que realmente se quedó meditando –eternamente meditando– el 10 de junio de 1978?
Ocurre que sobre Juan Pasquau se ha cernido un silencio, un olvido, una desidia, elementos todos ellos tan definitorios de la Úbeda que tanto quiso. Olvidado y como escondido está el busto de Pasquau realizado por Juan Luis Vasallo. Tanto ha olvidado la ciudad a quien fuera su Cronista más señero, que pasada la efervescencia tras su muerte –su nombre para un colegio, para la Biblioteca Municipal, un busto en bronce conseguido por el esfuerzo de sus amigos, unas cuantas recopilaciones de sus artículos–, no han querido los ubetenses saber nada de él. Hay que subir al patio viejo del cementerio para conversar con Juan Pasquau –con las cenizas de Pasquau, con su recuerdo– aún a sabiendas de que no está allí, porque es imposible encontrar sus escritos, sus artículos: empeñada en otros quehaceres “culturales”, su ciudad –o el Instituto de Estudios Giennenses, por el que tanto hizo– no ha considerado oportuno abordar la gran empresa de editar las obras de Juan Pasquau. Por ello sólo un puñado de privilegiados podemos abrir los pocos libros que, tiempo ha, recogieron algunos de sus artículos y charlar, conversar, discutir con él. Sólo unos cuantos tenemos los raros libros que de su obra han sido y esta ausencia de libros que recopilen su obra hace de Juan Pasquau un desconocido para la mayoría de los ubetenses: sólo su Cofradía de Jesús Nazareno le realizó un homenaje –en forma de revista– en el XXV Aniversario de su muerte. El resto de los que están en deuda con él, nada: como si Juan Pasquau fuera el nombre de un colegio en un barrio obrero o de una biblioteca moribunda y nada más.
Se ha cernido un silencio por sobre la obra de Juan Pasquau: porque es un escritor que incomoda: habla de cosas que hoy no están en las portadas de la actualidad y son, sin embargo, las cosas realmente importantes que siempre interesarán a los hombres. Pero ocurre que los artículos de Juan Pasquau escuecen y hacen pensar y, desgraciadamente, nuestro mundo estúpido quiere alejar de nosotros “la funesta manía de pensar”. No interesan el pensamiento, ni la soledad, ni que el espíritu se recate y se remanse, no sea que se rebele y se descubra a sí mismo y pueda emocionarse y plantarse en las plazas de la existencia para reivindicar una nueva dignidad del hombre. En algún otro lugar he dicho que puede estarse de acuerdo o no con lo que Juan Pasquau escribe, pero que su gran mérito es que nos invita a conversar con él: sin tirarnos de la manga, sin obligarnos ni empujar, porque leemos uno de sus artículos y de pronto notamos como si la sementera se hubiera abierto en nuestro espíritu y fuese obligado –dulcemente obligado– hablar, conversar con la semilla que quiere dejar el escritor, para amorosamente hacerla germinar o para tiernamente apartarla. Con Juan Pasquau uno está de acuerdo o no, pero no hay violencia en el diálogo, que antes al contrario todo lo ocupan la inteligencia y la profundidad. Por eso Juan Pasquau no está de moda y no podrá estarlo. Por eso habrá que esperar mucho para poder ver recopilada su ingente obra en la que cabe toda una humanidad.
Hay que volver a la obra de Juan Pasquau, que será la mejor manera de no olvidar a este hombre que, como nos recuerda su hijo Miguel, construyó su obra filosófica y literaria –en él revive el impulso, españolísimo, de Ortega y Unamuno de hacer filosofía desde los periódicos– desde la sensibilidad, el ímpetu o la búsqueda, desde la convicción más que desde la deducción y desde la fuerza más que desde la seguridad. Hombre de convicciones hondísimas, poseedor de una prosa difícilmente superable, feliz cronista de una etapa gris y apasionada de nuestra historia, Juan Pasquau nos sigue esperando para conversar. Para lanzarnos al fondo de nuestros pensamientos y nuestras soledades los grandes temas de todos los tiempos, que no son otros que Dios y la muerte y la libertad y la fe y el compromiso y...
Hace treinta años de la muerte de Juan Pasquau que, pese al olvido y las incomodidades que provoca, sigue estando vivo, porque su pensamiento no ha perdido vigencia ni ha dejado de ser bella –profunda, desgarrada, lírica– su palabra escrita. Rosa Liaño, su “Rosiña”, dejó flores en el panteón de los Pasquau. Nosotros, porque urge ocupar el espíritu en soledades según Juan Pasquau, volveremos a sus libros para comprender que “lo que hace difícil la vida es que tenemos muchas esperas y muy poca esperanza”. Esperancémonos pues –aunque sonría socarronamente Juan Pasquau– en que un día podremos tener en nuestra biblioteca sus obras completas. Para dialogar con él, para siempre dialogar con Juan Pasquau.
(Publicado en Diario IDEAL, ediciones de Jaén y Granada, el 13 de junio de 2008)
1 comentario:
Qué poco le ha agradecido Úbeda a este caballero.
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