El robo impulsado por el Gobierno con el fin de la tarifa nocturna y los abusos de los policías locales de Coslada demuestran una cosa: que no hay nada nuevo bajo el sol. O sea, que ahora y siempre –gobiernen los que lucen medalla de demócratas o los que se atusaban el bigotillo hitleriano cara al sol– los peces grandes se comerán a los chicos. Es difícil la esperanza en un país en el no faltan ni un presidente dispuesto a firmar cheques en blanco para las eléctricas ni un policía que abuse de mujeres indefensas.
Hemos leído los testimonios de las prostitutas ultrajadas por los matones de la cuadrilla de Ginés Jiménez –que es una mezcla contemporánea y decadente de Al Capone y Göring– y hemos tenido que apretarnos el alma porque producen un desasosiego interior difícilmente controlable: estas cosas han sucedido en la periferia de una ciudad que se dice cosmopolita y se quiere olímpica y no en ningún suburbio africano. Se acongoja el espíritu al conocer los detalles del sufrimiento de esas mujeres indefensas: su miedo en las noches de lluvia y los dolores físicos provocados por la brutalidad del macho ibérico –ese especie que debería ser abatida como las alimañas–, la esclavitud de su dignidad. ¿Qué valores reclama como propios este país estúpido que algunos seguiremos llamando España?
Antonio Machado habló de “un plante popular”, que sería algo así como una “inevitable rebelión de menores”. En Coslada ya se ha producido la rebelión: fueron las prostitutas las que se plantaron, las que desde los polígonos lejanos y las gasolineras solitarias iniciaron el camino hacia los juzgados, porque no querían aguantar más la chulería cebada en su carne herida. Han tenido que ser las mujeres senegalesas o rumanas o guineanas que se ganan la vida –o algo parecido a la vida o tal vez más parecido a la muerte– vendiendo su cuerpo las que nos dieran a los españoles una lección de dignidad: no denunciaron a la mafia policial ni los dueños de los garitos ni los de los restaurantes, sino las mujeres que tienen su solo cuerpo para decir “somos, existimos”. Ellas han dado ejemplo de cómo se plantan los menores, de cómo se rebelan quienes solo conservan su derecho al pataleo.
Es fácil aventurar que sobre el capo de Coslada la ley caerá con el liviano peso con que siempre se deja caer sobre los que tienen poder. Porque los peces gordos no sólo se comen a los chicos: también chulean a la ley y la prostituyen –en la puerta de las centrales eléctricas– por cuatro perras gordas. Se plantaron esas mujeres humildes y quedará ese gesto aunque queden impunes los criminales: nos robarán la tarifa nocturna, pero juegan con la ventaja de saber que nosotros no nos plantamos ni nos rebelemos. ¿Será que nos da morbo que nos chuleen los políticos? ¿Será que como no nos jugamos la vida en un cayuco –por querer más vida y mejor vida– no tenemos ni puta idea de qué sea la dignidad? ¡Y –silenciosos y cobardes– todavía les daremos a los emigrantes lecciones de ciudadanía!
(Publicado en Diario IDEAL el 19 de junio de 2008)
Hemos leído los testimonios de las prostitutas ultrajadas por los matones de la cuadrilla de Ginés Jiménez –que es una mezcla contemporánea y decadente de Al Capone y Göring– y hemos tenido que apretarnos el alma porque producen un desasosiego interior difícilmente controlable: estas cosas han sucedido en la periferia de una ciudad que se dice cosmopolita y se quiere olímpica y no en ningún suburbio africano. Se acongoja el espíritu al conocer los detalles del sufrimiento de esas mujeres indefensas: su miedo en las noches de lluvia y los dolores físicos provocados por la brutalidad del macho ibérico –ese especie que debería ser abatida como las alimañas–, la esclavitud de su dignidad. ¿Qué valores reclama como propios este país estúpido que algunos seguiremos llamando España?
Antonio Machado habló de “un plante popular”, que sería algo así como una “inevitable rebelión de menores”. En Coslada ya se ha producido la rebelión: fueron las prostitutas las que se plantaron, las que desde los polígonos lejanos y las gasolineras solitarias iniciaron el camino hacia los juzgados, porque no querían aguantar más la chulería cebada en su carne herida. Han tenido que ser las mujeres senegalesas o rumanas o guineanas que se ganan la vida –o algo parecido a la vida o tal vez más parecido a la muerte– vendiendo su cuerpo las que nos dieran a los españoles una lección de dignidad: no denunciaron a la mafia policial ni los dueños de los garitos ni los de los restaurantes, sino las mujeres que tienen su solo cuerpo para decir “somos, existimos”. Ellas han dado ejemplo de cómo se plantan los menores, de cómo se rebelan quienes solo conservan su derecho al pataleo.
Es fácil aventurar que sobre el capo de Coslada la ley caerá con el liviano peso con que siempre se deja caer sobre los que tienen poder. Porque los peces gordos no sólo se comen a los chicos: también chulean a la ley y la prostituyen –en la puerta de las centrales eléctricas– por cuatro perras gordas. Se plantaron esas mujeres humildes y quedará ese gesto aunque queden impunes los criminales: nos robarán la tarifa nocturna, pero juegan con la ventaja de saber que nosotros no nos plantamos ni nos rebelemos. ¿Será que nos da morbo que nos chuleen los políticos? ¿Será que como no nos jugamos la vida en un cayuco –por querer más vida y mejor vida– no tenemos ni puta idea de qué sea la dignidad? ¡Y –silenciosos y cobardes– todavía les daremos a los emigrantes lecciones de ciudadanía!
(Publicado en Diario IDEAL el 19 de junio de 2008)
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