Preguntaba el amigo Eugenio, más abajo, sobre las diferencias entre la abstención y el voto en blanco y porqué los primeros contaban con mi incomprensión y no los segundos. Bien, no es plan de postular desde aquí el voto en blanco –sigo convencido de que hay que votar mojándose, aunque sea al “mal menor”– pero sí creo que los descontentos tienen en el voto en blanco una herramienta mucho más útil que la abstención para expresar su cansancio, su hartazgo o la intención política de no votar a ningún partido.
¿Por qué? Porque la abstención puede indicar tanto que no se ha ido a votar porque se está absolutamente cabreado como porque se está en el campo haciendo una paella o en casa pintando un dormitorio o en un viaje de negocios. Este abanico de posibilidades que caben en el hecho de no ir a votar –puedo pasar de las urnas por muchos motivos– hace que la abstención no refleje claramente su intencionalidad cuando la tiene.
Hay varios ejemplos de esto. En Estados Unidos la abstención es, históricamente, altísima. Esto, dada la madurez del sistema americano, se considera como un síntoma positivo: la gente está contenta con el sistema y no considera necesario su voto para que el mismo siga funcionando bien.
En el referéndum del Estatuto de Andalucía, en el pasado mes de febrero, la abstención fue de puerta grande. No hubo ningún movimiento sísmico: algunos, dijeron que la gente no fue a votar porque pasaba del Estatuto; otros, con los mismos datos, pudieron decir que la gente no votó porque estaba convencida de la victoria del sí. (Particularmente pienso que la gente no votó porque está harta de que los políticos se dediquen a elucubraciones sin sentido alguno de la realidad cuando los problemas de los ciudadanos de a pie siguen creciendo.)
En las mismas cofradías, cuando llegan las elecciones las abstenciones son elevadísimas (mucho más que en cualquier elección política) y nadie se preocupa por ello: entra dentro de la normalidad y se buscan explicaciones complacientes que justifican la situación.
Volviendo a la política, hay algunos datos que explican esta poca relevancia de la abstención. Desde 1977 la media de abstención en el conjunto de elecciones (y sé que esta es una mala suma) debe situarse alrededor del 35%, algo superior a los países que nos rodean. Por eso, que la abstención suba unos puntos en algunas elecciones es irrelevante para sacar de la misma intencionalidad política alguna: “hacía sol y la gente se fue al campo”, “hacía frío y la gente no salió de casa”... Pero esto no quiere decir que la gente esté descontenta: simplemente significa que ese día, por lo que sea, la gente no pudo ir a votar. Y como los que no van a votar por motivos políticos –“estamos tan hartos que no nos gusta como funciona el sistema”– se confunden el grupo inmenso de los que no van a votar porque tenían ocupaciones más interesantes la intencionalidad política de la abstención de los primeros no tiene reflejo en la realidad. Para los primeros la política y las cosas de la política son algo importante: pero el gesto político que adoptan –la abstención es un gesto político– no tiene repercusión su gesto carece de valor y de operatividad. Por eso decía yo que les falta coraje cívico: sabiendo la inutilidad de su gesto debieran “mojarse” y expresar su descontento con el voto. Votando al mal menor, al menos malo o al más simpático. O votando en blanco.
Porque el voto en blanco sí tiene un aspecto positivo. Frente al voto en blanco el político profesional no puede esgrimir argumentos peregrinos. El que va a votar, vote lo que vote, no se ha preferido la paella, la siesta o la escapada a la sierra: ha estado en la urna, ha cogido la papeleta, ha cumplido con el sencillo ritual –a mí me sigue emocionando, por la memoria de todos los que antes que yo no pudieron cumplirlo– de votar. O se ha acercado a la urna y ha depositado su sobre vacío. El caso es que ha estado allí.
Y si ha estado allí y ha votado en blanco el mensaje ha sido claro: “ninguna papeleta de las que hay en la cabina me convence”, “estoy harto de todos”... El político, frente a esa realidad, no puede decir que la gente está convencida de esto o aquello: cuando vota la gente lanza un mensaje claro, con intencionalidad política clara, con repercusiones claras.
Por eso hay que votar, lo qué sea pero hay que votar. Porque votar es un acto de voluntad no un amago de la intención. Y sigo pensando que hay que mojarse, que si de un partido nos convence el 30% y de otro el veinte y de otro el diez, hay que votar al del treinta, aunque el resto no nos guste: pero tenemos que implicarnos en el gobierno de todos, tenemos que asumir una pequeña cuota de responsabilidad, no podemos descargar en los otros ciudadanos toda la responsabilidad. Es cínico negar la importancia de la política: incluso aunque los nuestros fueran los peores políticos son piezas imprescindibles para que este chiringuito (Úbeda, Andalucía, España, Europa) funcione. En el fondo todos sabemos esto: tenemos, pues, que madurar políticamente y mojar nuestro voto.
Cosa diferente es que tengamos que pedir, siempre que podamos, que se cambie este sistema electoral que vicia el resultado, merma la libertad de elección y trata a los electores como eunucos cívicos, éticos y mentales: yo quiero votar, mañana voy a votar –lástima que algunos hayan dicho que mi voto va a parar a los terroristas–... pero quiero votar no como mañana voy a hacerlo con un voto limitado sino con un voto pleno. Esto es: quiero votar con otro sistema electoral, que urge y mucho.
Termino con una hermosa frase de José Saramago: “Nacemos, y en ese momento es como si hubiéramos firmado un pacto para toda la vida, pero puede llegar el día en que nos preguntemos Quién ha firmado esto por mí.” Pues eso, no dejemos mañana que nadie firme nada por nosotros.
¿Por qué? Porque la abstención puede indicar tanto que no se ha ido a votar porque se está absolutamente cabreado como porque se está en el campo haciendo una paella o en casa pintando un dormitorio o en un viaje de negocios. Este abanico de posibilidades que caben en el hecho de no ir a votar –puedo pasar de las urnas por muchos motivos– hace que la abstención no refleje claramente su intencionalidad cuando la tiene.
Hay varios ejemplos de esto. En Estados Unidos la abstención es, históricamente, altísima. Esto, dada la madurez del sistema americano, se considera como un síntoma positivo: la gente está contenta con el sistema y no considera necesario su voto para que el mismo siga funcionando bien.
En el referéndum del Estatuto de Andalucía, en el pasado mes de febrero, la abstención fue de puerta grande. No hubo ningún movimiento sísmico: algunos, dijeron que la gente no fue a votar porque pasaba del Estatuto; otros, con los mismos datos, pudieron decir que la gente no votó porque estaba convencida de la victoria del sí. (Particularmente pienso que la gente no votó porque está harta de que los políticos se dediquen a elucubraciones sin sentido alguno de la realidad cuando los problemas de los ciudadanos de a pie siguen creciendo.)
En las mismas cofradías, cuando llegan las elecciones las abstenciones son elevadísimas (mucho más que en cualquier elección política) y nadie se preocupa por ello: entra dentro de la normalidad y se buscan explicaciones complacientes que justifican la situación.
Volviendo a la política, hay algunos datos que explican esta poca relevancia de la abstención. Desde 1977 la media de abstención en el conjunto de elecciones (y sé que esta es una mala suma) debe situarse alrededor del 35%, algo superior a los países que nos rodean. Por eso, que la abstención suba unos puntos en algunas elecciones es irrelevante para sacar de la misma intencionalidad política alguna: “hacía sol y la gente se fue al campo”, “hacía frío y la gente no salió de casa”... Pero esto no quiere decir que la gente esté descontenta: simplemente significa que ese día, por lo que sea, la gente no pudo ir a votar. Y como los que no van a votar por motivos políticos –“estamos tan hartos que no nos gusta como funciona el sistema”– se confunden el grupo inmenso de los que no van a votar porque tenían ocupaciones más interesantes la intencionalidad política de la abstención de los primeros no tiene reflejo en la realidad. Para los primeros la política y las cosas de la política son algo importante: pero el gesto político que adoptan –la abstención es un gesto político– no tiene repercusión su gesto carece de valor y de operatividad. Por eso decía yo que les falta coraje cívico: sabiendo la inutilidad de su gesto debieran “mojarse” y expresar su descontento con el voto. Votando al mal menor, al menos malo o al más simpático. O votando en blanco.
Porque el voto en blanco sí tiene un aspecto positivo. Frente al voto en blanco el político profesional no puede esgrimir argumentos peregrinos. El que va a votar, vote lo que vote, no se ha preferido la paella, la siesta o la escapada a la sierra: ha estado en la urna, ha cogido la papeleta, ha cumplido con el sencillo ritual –a mí me sigue emocionando, por la memoria de todos los que antes que yo no pudieron cumplirlo– de votar. O se ha acercado a la urna y ha depositado su sobre vacío. El caso es que ha estado allí.
Y si ha estado allí y ha votado en blanco el mensaje ha sido claro: “ninguna papeleta de las que hay en la cabina me convence”, “estoy harto de todos”... El político, frente a esa realidad, no puede decir que la gente está convencida de esto o aquello: cuando vota la gente lanza un mensaje claro, con intencionalidad política clara, con repercusiones claras.
Por eso hay que votar, lo qué sea pero hay que votar. Porque votar es un acto de voluntad no un amago de la intención. Y sigo pensando que hay que mojarse, que si de un partido nos convence el 30% y de otro el veinte y de otro el diez, hay que votar al del treinta, aunque el resto no nos guste: pero tenemos que implicarnos en el gobierno de todos, tenemos que asumir una pequeña cuota de responsabilidad, no podemos descargar en los otros ciudadanos toda la responsabilidad. Es cínico negar la importancia de la política: incluso aunque los nuestros fueran los peores políticos son piezas imprescindibles para que este chiringuito (Úbeda, Andalucía, España, Europa) funcione. En el fondo todos sabemos esto: tenemos, pues, que madurar políticamente y mojar nuestro voto.
Cosa diferente es que tengamos que pedir, siempre que podamos, que se cambie este sistema electoral que vicia el resultado, merma la libertad de elección y trata a los electores como eunucos cívicos, éticos y mentales: yo quiero votar, mañana voy a votar –lástima que algunos hayan dicho que mi voto va a parar a los terroristas–... pero quiero votar no como mañana voy a hacerlo con un voto limitado sino con un voto pleno. Esto es: quiero votar con otro sistema electoral, que urge y mucho.
Termino con una hermosa frase de José Saramago: “Nacemos, y en ese momento es como si hubiéramos firmado un pacto para toda la vida, pero puede llegar el día en que nos preguntemos Quién ha firmado esto por mí.” Pues eso, no dejemos mañana que nadie firme nada por nosotros.
3 comentarios:
Vale. Tus razonamientos y otros hechos por algunos amigos durante estos días, me han convencido. Apúntame al voto en blanco. No me hace ilusión dar mi confianza "al mal menor".
Saludos.
Hola Manuel,
¿Viste http://www.novamosasermenos.org/manifiesto ?
Se te cita este post con parte del porqué de la campaña
Hola David.
Acabo de ver este comentario (no suelo ir mucho para atrás en el blog). Así que perdona la falta de cortesía de no haberte contestado antes.
Gracias por la cita en el manifiesto.
Un saludo.
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