Una carta de Miguel Pasquau me ha hecho pensar sobre la relación entre política y religión (tema doloroso para mí por motivos conocidos y en los que no merece la pena abundar para ahorrar publicidad gratuita a personajes que no se la merecen). Fechas oportunas para reflexionar sobre estos temas, más aún en una ciudad como Úbeda, de ambiente claramente vetustiano.
No se trata de indicarle a nadie qué tiene que votar o cuáles tienen que ser sus ideas en función de su fe: me siento más pequeño y modesto y me contento con hacer que mi fe y mis ideas encajen suavemente, sin chirriar mucho, viviendo esos compromisos con dudas y agonías unamunianas y desgarros internos. Pero sí es ocasión para detener unos instantes la cansina vorágine de la campaña electoral y pensar en algunas de las variantes y matices que esconce la presencia pública de la fe.
Las desafortunadas palabras de un obispo sobre la idoneidad católica de tal o cual partido vuelven a ocultar el tema realmente importante: pensar en la madurez de los creyentes. Hasta ahora, los cristianos españoles hemos estado acostumbrados al apoyo público de nuestras creencias, lo que en muchos casos ha convertido la religión en algo que no debiera ser y ha generado deberes para quienes no compartían las creencias religiosas protegidas y potenciadas por el Estado. Nunca deberíamos los cristianos haber amparado estas actitudes tan poco evangélicas, pero no tiene sentido andar creyendo con la mirada puesta en el pasado: creer debe ser una liberadora experiencia que mira al mañana, una apuesta personal cargada de esperanza. Durante muchos años los cristianos hemos perseguido a los que no piensan como nosotros: puede que eso haya atrofiado de alguna manera nuestra idea de la libertad. Tanto, como para que hoy se pueda decir sin ruborizarse que los católicos españoles son perseguidos o acosados, como para considerar una ofensa a los creyentes que se enseñen en la escuela los valores de la ética pública, los valores de la Constitución, los derechos humanos, los mecanismos de participación política... (Por cierto: hasta ahora el único acoso que conozco es el que determinados católicos que tienen callos en el pecho de tanto golpeárselo practican con los que no piensan como ellos.)
La historia y el presente nos enseñan que la mejor garantía para poder vivir la fe y convivir los diferentes creyentes es que el poder público sea absolutamente neutral con respecto al hecho religioso: la intromisión pública en algo tan sensible como la creencia religiosa necesariamente genera escozores. Francia es el máximo ejemplo de esta neutralidad: cuando hubo que prohibir que las niñas musulmanas fuesen a las escuelas con esa imposición absolutamente machista que es el velo, Chirac prohibió la presencia de todo emblema religioso en los escolares. No sé si esta postura es demasiado extrema, pero es coherente: crea cada uno lo que quiera con el único límite del respeto a los valores que alientan nuestro modo de vida. Desde luego la postura francesa menos peligrosa para la fe que el resurgir religioso de Estados Unidos –ligado a los neocons– que está llevando a las escuelas la teoría creacionista para explicar el origen y evolución del universo: si la estrecha mente de los fundamentalistas se hace con lo público la libertad se resiente y la vida colectiva se idiotiza. Y la fe se desprestiga, convertida en asunto de chamanes y hechiceros.
La fe debe ser una experiencia íntima. Cuanto más íntima más honesta es. Al menos eso pienso yo. Por eso no necesito un estado que apoye mi fe o mis creencias o mis dudas. Yo soy el responsable de mi fe, de mis creencias y de mis dudas. Quiero seguir siendo su único dueño. Y quiero ser el único el responsable de transmitírselas a mis hijos: de igual manera que los llevaré a que aprendan informática o inglés, tendré que preocuparme (yo: ningún maestro, ningún Estado, ningún ministro: sólo yo) de que aprendan la fe que mis padres me enseñaron, llevándolos a los lugares en que esa fe debe enseñarse. Los creyentes no tenemos que exigir un poder público comprometido con una o con diez religiones distintas, porque no es más respetuoso con los creyentes el Estado que llena las aulas de cruces, medias lunas, estrellas de David y orondos Budas.
Me niego a convertirme en un inquisidor a lo islamista que brama cuando alguien escribe, dibuja o fotografía algo que hiere sus sentimientos. Me pareció un gesto absolutamente equilibrado, moderno y coherente el del Obispado de Jaén, mandando, en Semana Santa, la oración de desagravio por las fotografías de Extremadura. Los cristianos ofendidos rezan; los musulmanes ofendidos condenan a muerte. Que no se nos olvide nunca esa diferencia, porque ahí esta parte de lo mejor de nuestra herencia como occidentales, una herencia preciosa a la que me niego a renunciar y sobre la que me niego a discutir: la defensa de los derechos humanos, de la libertad de expresión, de la trilogía de 1789, no admite ni diálogos con fanáticos –vengan de Roma o de La Meca– ni alianza alguna con civilizaciones que siguen mutilando niñas para privarles el derecho del placer sexual. Sencillamente estoy absolutamente convencido de que son éticamente superiores a los de otras cosmovisiones del mundo esos valores que conforman el acervo cultural de Occidente. Y que heredamos del humanismo cristiano, de la Reforma, de la Ilustración, del liberalismo, del socialismo democrático, en una amalgama plural, diversa, rica.
Pero sí exijo un poder público que: 1º) sea absolutamente respetuoso con todas las creencias, poniendo como único límite el escrupuloso respeto a los derechos fundamentales (jamás toleraría la presencia del velo en una escuela pública o la ablación de las niñas por muy sagrado que sea para no sé que bárbaro dios); 2º) ampare y respete la libertad de expresión... pero que en ningún caso subvencione o promocione manifestaciones de esa libertad que atentan contra las creencias de las personas: una cosa es reconocer –y amparar– mi derecho a dibujar caricaturas de Mahoma y otra subvencionarme esas caricaturas. Una cosa es que fulanito haga fotos que puedan ofender a los cristianos y otra muy distinta que la Junta de Extramadura las subvenciones: el que hace las fotos está en su derecho; el que las subvenciona incumple su deber de respetar a todos los ciudadanos.
Los creyentes tenemos que madurar definitivamente. Si hasta ahora no hemos sabido caminar sin el sostén del Estado, ha llegado el momento de comenzar a caminar con las fuerzas de nuestra creencia: ese el máximo síntoma de madurez de la fe. Nuestra fe sólo nos compete a nosotros y desde este convencimiento podremos vivir la fe de manera más honda. Podemos exigir un poder público neutral y respetuoso. Pero no más. Por eso creo que no hay que confundir laicismo con odio a la religión. Se puede ser un convencido de las virtudes que el laicismo tiene para la convivencia entre todas las creencias (comparemos la Francia laica con el Irán confesional) y a la par profundamente religioso: me niego a exigirle a un político que jure sobre la Biblia o delante del crucifijo, pues para la política está la Constitución ("mi reino no es de este mundo"); pero me revolvería contra cualquier poder público que me prohibiera ponerme la túnica morada el Viernes Santo, porque una manifestación pública también puede ser un acto de intimidad: lo que se siente en el corazón no tiene que encerrarse entre cuatro paredes para ser más real. Por eso, la intimidad de votar no puede suponer renunciar a lo que siente el corazón. Y mal que le pese a algunos, el sentimiento es plural: a los talibanes de campanario no les vendría mal un baño del respeto que exigen para sí.
No se trata de indicarle a nadie qué tiene que votar o cuáles tienen que ser sus ideas en función de su fe: me siento más pequeño y modesto y me contento con hacer que mi fe y mis ideas encajen suavemente, sin chirriar mucho, viviendo esos compromisos con dudas y agonías unamunianas y desgarros internos. Pero sí es ocasión para detener unos instantes la cansina vorágine de la campaña electoral y pensar en algunas de las variantes y matices que esconce la presencia pública de la fe.
Las desafortunadas palabras de un obispo sobre la idoneidad católica de tal o cual partido vuelven a ocultar el tema realmente importante: pensar en la madurez de los creyentes. Hasta ahora, los cristianos españoles hemos estado acostumbrados al apoyo público de nuestras creencias, lo que en muchos casos ha convertido la religión en algo que no debiera ser y ha generado deberes para quienes no compartían las creencias religiosas protegidas y potenciadas por el Estado. Nunca deberíamos los cristianos haber amparado estas actitudes tan poco evangélicas, pero no tiene sentido andar creyendo con la mirada puesta en el pasado: creer debe ser una liberadora experiencia que mira al mañana, una apuesta personal cargada de esperanza. Durante muchos años los cristianos hemos perseguido a los que no piensan como nosotros: puede que eso haya atrofiado de alguna manera nuestra idea de la libertad. Tanto, como para que hoy se pueda decir sin ruborizarse que los católicos españoles son perseguidos o acosados, como para considerar una ofensa a los creyentes que se enseñen en la escuela los valores de la ética pública, los valores de la Constitución, los derechos humanos, los mecanismos de participación política... (Por cierto: hasta ahora el único acoso que conozco es el que determinados católicos que tienen callos en el pecho de tanto golpeárselo practican con los que no piensan como ellos.)
La historia y el presente nos enseñan que la mejor garantía para poder vivir la fe y convivir los diferentes creyentes es que el poder público sea absolutamente neutral con respecto al hecho religioso: la intromisión pública en algo tan sensible como la creencia religiosa necesariamente genera escozores. Francia es el máximo ejemplo de esta neutralidad: cuando hubo que prohibir que las niñas musulmanas fuesen a las escuelas con esa imposición absolutamente machista que es el velo, Chirac prohibió la presencia de todo emblema religioso en los escolares. No sé si esta postura es demasiado extrema, pero es coherente: crea cada uno lo que quiera con el único límite del respeto a los valores que alientan nuestro modo de vida. Desde luego la postura francesa menos peligrosa para la fe que el resurgir religioso de Estados Unidos –ligado a los neocons– que está llevando a las escuelas la teoría creacionista para explicar el origen y evolución del universo: si la estrecha mente de los fundamentalistas se hace con lo público la libertad se resiente y la vida colectiva se idiotiza. Y la fe se desprestiga, convertida en asunto de chamanes y hechiceros.
La fe debe ser una experiencia íntima. Cuanto más íntima más honesta es. Al menos eso pienso yo. Por eso no necesito un estado que apoye mi fe o mis creencias o mis dudas. Yo soy el responsable de mi fe, de mis creencias y de mis dudas. Quiero seguir siendo su único dueño. Y quiero ser el único el responsable de transmitírselas a mis hijos: de igual manera que los llevaré a que aprendan informática o inglés, tendré que preocuparme (yo: ningún maestro, ningún Estado, ningún ministro: sólo yo) de que aprendan la fe que mis padres me enseñaron, llevándolos a los lugares en que esa fe debe enseñarse. Los creyentes no tenemos que exigir un poder público comprometido con una o con diez religiones distintas, porque no es más respetuoso con los creyentes el Estado que llena las aulas de cruces, medias lunas, estrellas de David y orondos Budas.
Me niego a convertirme en un inquisidor a lo islamista que brama cuando alguien escribe, dibuja o fotografía algo que hiere sus sentimientos. Me pareció un gesto absolutamente equilibrado, moderno y coherente el del Obispado de Jaén, mandando, en Semana Santa, la oración de desagravio por las fotografías de Extremadura. Los cristianos ofendidos rezan; los musulmanes ofendidos condenan a muerte. Que no se nos olvide nunca esa diferencia, porque ahí esta parte de lo mejor de nuestra herencia como occidentales, una herencia preciosa a la que me niego a renunciar y sobre la que me niego a discutir: la defensa de los derechos humanos, de la libertad de expresión, de la trilogía de 1789, no admite ni diálogos con fanáticos –vengan de Roma o de La Meca– ni alianza alguna con civilizaciones que siguen mutilando niñas para privarles el derecho del placer sexual. Sencillamente estoy absolutamente convencido de que son éticamente superiores a los de otras cosmovisiones del mundo esos valores que conforman el acervo cultural de Occidente. Y que heredamos del humanismo cristiano, de la Reforma, de la Ilustración, del liberalismo, del socialismo democrático, en una amalgama plural, diversa, rica.
Pero sí exijo un poder público que: 1º) sea absolutamente respetuoso con todas las creencias, poniendo como único límite el escrupuloso respeto a los derechos fundamentales (jamás toleraría la presencia del velo en una escuela pública o la ablación de las niñas por muy sagrado que sea para no sé que bárbaro dios); 2º) ampare y respete la libertad de expresión... pero que en ningún caso subvencione o promocione manifestaciones de esa libertad que atentan contra las creencias de las personas: una cosa es reconocer –y amparar– mi derecho a dibujar caricaturas de Mahoma y otra subvencionarme esas caricaturas. Una cosa es que fulanito haga fotos que puedan ofender a los cristianos y otra muy distinta que la Junta de Extramadura las subvenciones: el que hace las fotos está en su derecho; el que las subvenciona incumple su deber de respetar a todos los ciudadanos.
Los creyentes tenemos que madurar definitivamente. Si hasta ahora no hemos sabido caminar sin el sostén del Estado, ha llegado el momento de comenzar a caminar con las fuerzas de nuestra creencia: ese el máximo síntoma de madurez de la fe. Nuestra fe sólo nos compete a nosotros y desde este convencimiento podremos vivir la fe de manera más honda. Podemos exigir un poder público neutral y respetuoso. Pero no más. Por eso creo que no hay que confundir laicismo con odio a la religión. Se puede ser un convencido de las virtudes que el laicismo tiene para la convivencia entre todas las creencias (comparemos la Francia laica con el Irán confesional) y a la par profundamente religioso: me niego a exigirle a un político que jure sobre la Biblia o delante del crucifijo, pues para la política está la Constitución ("mi reino no es de este mundo"); pero me revolvería contra cualquier poder público que me prohibiera ponerme la túnica morada el Viernes Santo, porque una manifestación pública también puede ser un acto de intimidad: lo que se siente en el corazón no tiene que encerrarse entre cuatro paredes para ser más real. Por eso, la intimidad de votar no puede suponer renunciar a lo que siente el corazón. Y mal que le pese a algunos, el sentimiento es plural: a los talibanes de campanario no les vendría mal un baño del respeto que exigen para sí.
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