martes, 1 de marzo de 2016

POLÍTICA EN PROSA



Quiero pensar (triste forma de consuelo) que formo parte de ese grupo grande de ciudadanos españoles que, a estas alturas, sólo sienten cansancio cuando miran al panorama político. Porque hay demasiada grandilocuencia que envuelve demasiada oquedad como para que el aparato de la política nacional no nos pese como una losa.

Nuestros políticos hacen una política a lo lírico, con discursos adornados de arrebatos espasmódicos que pretenden hacernos creer que vivimos una situación excepcional. Porque ciertamente hay momentos de la historia en los que se necesita una política de vuelos poéticos (una política de la épica y de la lírica), capaz de electrizar a una sociedad que se enfrenta a una tarea ingente. Pienso en Churchill y en aquel discurso suyo de la sangre, el sudor y las lágrimas que fue el punto en el que se torció la victoria del fascismo. Pero, cumplida la tarea que exigió el esfuerzo épico y el derroche lírico, lo normal es volver a los márgenes normales de la prosa cotidiana. Pienso en la inteligencia del pueblo inglés que, nada más terminar la II Guerra Mundial, entregó el gobierno no al excesivo Churchill sino a ese hombre normal y corriente que era Attlee.

Los españoles no vivimos un momento épico que requiera una política lírica, no vivimos un momento de encrucijada, y esas apelaciones carentes de racionalidad y sobrecargadas de pseudo-poéticas ora pseudo-revolucionarias ora pseudo-patrioticas que abundan en todos los grupos políticos (en unos más que en otros, cierto es) y que construyendo un imaginario que no se corresponde con la exacta realidad, no buscan más que dividir y segar los espacios de la racionalidad política. En España ni está ni se espera al Apocalípsis, pero los políticos andan empeñados en convencernos de que el Apocalípsis es eso que nos espera si es el otro el que gobierna.

No somos una sociedad perfecta, pero somos una sociedad que ha hecho grandes cosas en estos años, en los cuarenta años que se corresponden con los que yo tengo vividos; vistos mis cuarenta años en perspectiva histórica y colectiva estoy absolutamente convencido de que sólo podemos ser honestos si asumimos que son más las cosas que hemos hecho bien que esas que se nos han torcido. No somos una democracia perfecta, pero somos una democracia con herramientas para perfeccionarse y mejorarse. No tenemos unos servicios públicos comparables a los daneses o los suecos (tampoco queremos pagar unos impuestos que nos permitan mantener unos servicios así), pero tenemos motivos para sentirnos orgullosos de la red de protección social que se ha construido en estos años (y que ni siquiera las políticas de Rajoy han podido destruir) o de servicios como la sanidad pública. No tenemos los mejores servicios públicos de Europa, pero cada día funcionan en nuestro país, gracias al trabajo de profesionales extraordinarios, hospitales y escuelas públicas, universidades, museos, centros de atención a mujeres maltratadas, residencias públicas de mayores, bibliotecas, laboratorios, una vasta red de servicios impensables hace cuatro décadas y que demuestran que sí, que nos queda mucho camino por recorrer, pero que es mucho el que hemos recorrido. No vivimos en el mejor de los países, pero podemos mejorarlo porque vamos adquiriendo conciencia de que hay cosas que pueden y deben mejorarse y porque, tímida, tenemos conciencia de nuestros valores como sociedad en la que la familia, la solidaridad o el sentido de la justicia del que hablaba Machado no han podido ser derrotados por el egoísmo neoliberal. Tenemos problemas, pero son los problemas que tienen las sociedades de nuestro entorno, porque en estos cuarenta años hemos dejado de ser una excepción situada en el costado de Europa para ser una sociedad equiparable al resto de sociedades occidentales y en muchos aspectos mejor que nuestros vecinos. Es cierto que nos falta confianza en nosotros mismos y capacidad para creernos capaces de seguir haciendo cosas importantes juntos, pero sabemos ya que no estamos condenados por ninguna tara histórica ni somos el resultado de un maleficio.

No somos una excepción. Y no vivimos una situación excepcional. Por eso sobra la política de la poética, la política de la lírica y de la épica, con la que quieren arrebatar nuestra normalidad necesitada de reformas. Porque el edificio tiene problemas, pero no necesita ser tirado hasta los cimientos para levantar uno nuevo: la tarea necesaria es la de cambiar puertas, ventanas, suelos, pintura o tuberías, pero los cimientos, los muros y los tejados son sólidos por primera vez en nuestra historia contemporánea y merece la pena conservarlos.

Es necesaria una política de prosa que no tenga miedo a resultar gris por huir de lo blanco y de lo negro, una política de prosa escrita por un redactor que sabe que lo que escribe, que siempre elige la palabra certera, una prosa con márgenes y líneas rectas, una prosa que no aspira al Premio Nobel pero que no sonroja por sus incorrecciones y sus faltas de ortografía, una prosa capaz de abarcar la realidad, de describir, de proponer y disponer, una prosa sensata pero que no tenga miedo de expresar una emoción y de dejarse apresar por el valor de la compasión. 

Frente a esa política lírica que nos agota, urge reivindicar una política en prosa: no para que nos ilusione sino para, que simplemente, nos haga volver a sentirnos partícipes de la cosa pública. Porque estos tiempos nuestros no requieren un Winston Churchill (ni tampoco un Ché Guevara) sino un Clement Attlee. Nada más y nada menos que un Clement Attlee, porque no hay ninguna guerra que ganar ni ninguna revolución que cumplir, porque sólo hay una realidad que gestionar y reformar y mejorar.

jueves, 14 de enero de 2016

POLÍTICA DEL PARECER




Hubo un momento de la historia en que los partidos políticos “eran”: socialistas, socialdemócratas, comunistas, populares, democratacristianos, liberales… Siguió otra etapa, la Era del Bienestar, en que los partidos se transformaron en “transversales” y desde el ser transitaron al “tener”: tener votos, captar electores. Ahora lo único que le interesa a los partidos es “parecer” y “aparecer”: vivimos en la edad del espectáculo y la representación ha colonizado todas las facetas de la vida social. También en la política lo único que ya cuenta es vender la mercancía y para ello es necesario todo el atrezzo del espectáculo como expresión perfecta de la propaganda comercial.

Del ser se pasó al tener y del tener al parecer: Guy Debord señaló ese tránsito que el Mundo Capitalista ha vivido (o padecido) de modo acelerado en el siglo XX en su análisis de la sociedad del espectáculo, uno de los más certeros que se hayan hecho de las sociedades en que vivimos y en las que todo es apariencia y aparición. Ya lo único que cuenta son el gesto, el eslogan y el hashtag. La Mercadotecnia es la Verdad.

Podemos ha captado y explotado esta vaciedad contemporánea de lo humano con absoluta certeza y de ahí su éxito electoral. Podemos reivindica sus orígenes en las plazas de la indignación, pero en realidad donde Podemos cristaliza como fuerza política es en los platós de la televisión: y es el manejo del discurso televisivo lo que ha hecho posible su crecimiento electoral. Sin la transformación de la política en una mercancía vendida por habilísimos telepredicadores (una mercancía que suplanta las genuinas relaciones humanas y que no responde a más criterios que los propios del mercado de la postmodernidad capitalista) Podemos no habría podido nunca conquistar electoralmente los espacios sociales de la clase media, ávida siempre por consumir el último producto anunciado por la pequeña pantalla para no quedar descabalgada de la moda del minuto anterior.

A modo de gran chamán del Espacio Cibernético y Tecnológico, Podemos ha entendido que en el mundo de hoy no hay más política que la de los gestos y las imágenes y toda su estrategia está diseñada en función de las necesidades intrínsecas de todo espectáculo: guión, tramoya, atrezo, vestuario, gestualidad, actores principales, figurantes, trucos, música, lágrimas, sonrisas, impostura que parezca siempre sinceridad.

En un país abocado a unas nuevas elecciones generales, los gestos y las imágenes los son todo porque son ellos los que perpetúan en el tiempo del telediario el espectáculo de las campañas electorales. Los discursos que podían recopilarse en libros, pertenecen a la época del ser y ya son historia: ahora lo único que cuentan son la imagen y la aparición, que tanto más poder de colonización tienen cuanto más estrafalarias sean.

Podemos no hace nada gratuitamente: sus puestas en escena son absolutamente perfectas y la envoltura de su apariciones epifánicas está milimétricamente medida y tiene planchadas hasta las arrugas que haya que presentar si el guión lo exige. El espectáculo (en la tercera acepción del DRAE: “Cosa que se ofrece a la vista o a la contemplación intelectual y es capaz de atraer la atención y mover el ánimo infundiéndole deleite, asombro, dolor u otros afectos más o menos vivos o nobles”) que ayer Podemos desplegó durante la inauguración la XIª Legislatura de la democracia pudo desconcertar a muchos: pero Podemos sabía que desconcertando y descolocando ganaba nuevas cuotas de mercado. Nada fue gratuito y todo estuvo puesto al servicio de la captación de nuevos clientes, dígase votantes.

Desde el punto de vista de la eficacia publicitaria, lo hecho ayer por Podemos en el Congreso de los Diputados lo fue hasta tal punto, que copó todas las portadas mediáticas ocultando incluso algo tan repugnante como la presencia en la cámara del diputado Gómez de la Serna. Pero esto, claro, también forma parte del guión: desplegar una gestualidad tan rotunda que lo oculte todo hasta conseguir que sólo se hable de esos gestos para luego acusar de que no se habla de lo que los gestos ocultaron, resaltando así la imagen inmaculada de los actuantes y su contraste con “la casta”, con “el búnker”, con todos esos ciudadanos que se niegan a comulgar con el producto que venden. Y así, en un fascinante bucle publicitario que engorda las ventas de Podemos, maestros absolutos de la política del parecer.


CODA. Ayer, al ver a Pablo Iglesias haciendo carantoñas al bebé de Bescansa en los escaños del Congreso de los Diputados me acordé, inmediatamente, de mi abuelo Juan. De él aprendí a desconfiar de la exhibición y del histrionismo en la política: a él se le revolvían las tripas cada vez que, por poner un ejemplo, veía a un político con un casco en una mina o en una obra; supongo que era la herencia de haber visto tantas veces a Franco haciéndose el cercano en las inauguraciones de fábricas, viviendas protegidas o pantanos. Ayer (exigencias del guión) el Líder Supremo se revistió de Padrecito, pero yo al verlo sólo añoraba el certero exabrupto de mi abuelo Juan. 

miércoles, 16 de diciembre de 2015

DE CAÑAS




¿Con quién te echarías unas cañas? Con tu pareja, con tus amigos, pero también con alguien a quien no conoces personalmente pero crees que puede aportarte un rato agradable. Con alguien con quien se pueda discutir sin terminar sintiéndote incómodo. Con alguien que no te mire por encima del hombro,que tenga el rostro amable, el gesto humano, la palabra dispuesta a reconocer que tus razones o tus dudas o tus temores no son un error ni un pecado sino, simplemente, razones, dudas y temores que te dibujan como la mera caña pensante que eres. Con alguien que te explica sus razones (también sus dudas, también sus temores) no con la soberbia del fanático, no con la estupidez del que tiene una idea aprendida hace muchos pensamientos, sino con la cercanía de quien con-vencerte y no humillarte o derrotarte. 

Siempre me ha apasionado la política y no soy de los que reniegan de ella. Pero nunca he tenido tanta incertidumbre personal como tengo hoy de cara a depositar mi voto. Dudo y me atormento, porque soy consciente de la importancia que tiene acudir a votar: no es un acto trivial. Pero no encuentro respuestas sesudas a mis preguntas angustiosas: carezco de ese convencimiento que algunos tienen, de esa fe ciega en las fuerzas ciegas de la historia. Y carezco del cinismo suficiente para votar ilusionado si no tengo convencimiento.

No, el domingo no podré votar con convencimiento político. Pero he descubierto que podré votar con simpatía personal a alguien que tiene el rostro feliz de las personas honestas, de los que no se traicionan, de los que no juzgan, alguien con el que, además, podría tener puntos en común, espacios compartidos en los que nuestras líneas podrían cruzarse. Votaré el domingo al único de los candidatos con el que me gustaría echarme una cerveza y charlar tranquilamente, sabiendo que yo que no oteo esperanzas en el horizonte y él que ya ha sido derrotado no por las urnas sino por el marketing de los medios. 

Ya sé que en estos tiempos de certezas graníticas, de juicios morales y políticos sumarísimos, en este tiempo en el que revive la máxima de Mola del "o con nosotros o contra nosotros", en este tiempo en el que si no se quiere comulgar con ruedas de molino uno tiene que cargar con el sambenito de la equidistancia, mi voto no es un dechado de compromiso ideológico, social, ético, moral y bla bla bla. Pero es mi voto, el único para el que he encontrado una razón. Una razón personal, íntima. La única que he encontrado en mi interior, en el que no ha sido posible construir un armazón para la identificación política.

viernes, 4 de diciembre de 2015

LA COFRADÍA DE LOS CONVENCIDOS





Corren malos tiempos para los que carecen de dogmas, para los que no son titulares de fidelidades graníticas, para los que dudan; son tiempos de bonanza para quienes soldaron sus manos al mástil de una bandera, para los que se agarraron al tobillo de un líder, para los que rellenaron su cerebro con una siglas o con unos eslóganes que invitaron al pensamiento a abandonar su morada. Son tiempos buenos par exhibir las múltiples vestimentas del fanatismo, pero la última encuesta del CIS dice que más del 40% de los entrevistados no sabe lo que va a votar el próximo 20 de diciembre; yo me incluyo en esa masa de ciudadanos desorientados, de españoles confusos y desconfiados, a los que ni la esperpéntica ronda de los políticos por las televisiones ha podido sacar de su estado de incertidumbre.

Vivo acampado en el territorio de la duda. Pero hay días en los que me gustaría ser como los militantes de los partidos, que ven en el suyo el paradigma de todo bien y en el resto la encarnación de todo el mal. O como los militantes de las iglesias, que tan fácilmente asignan puestos en el cielo o en el infierno. O como los hinchas de los partidos de fútbol, rendidos a toda estupidez. Hay días en los que me gustaría ser de Podemos o de Izquierda Unida y pensar que todos los que no piensen como yo son unos fascistas. O ser del Partido Popular y tener la certeza de que todo lo que se queda fuera de la sombra de la gaviota es pasto de rojos y de separatistas. O ser del PSOE y no dudar de que, pese a las evidencias en contra, mi partido es la mejor izquierda del mundo mundial. O ser de Ciudadanos y saberme investido por la luminosidad redentora del centro. O, más modestamente, me gustaría ya tener decidido mi voto y estar seguro de que es un voto puro, inmaculado, sin mancha. 

Hay días en los que me gustaría formar parte de las prietas filas de la Cofradía de los Convencidos y saber que si la realidad desmiente mis convencimientos, es la realidad la que tiene que hacérselo mirar. Hay días en los que me gustaría no tener grietas, no habitar en las fronteras, no sentirme habitado por el estupor y por la duda y la sorpresa. Hay días en los que me gustaría saber que todo va a resbalar por la esfera de los dogmas de una conciencia henchida de certidumbres que nada ni nadie podrá turbar. Hay días en los que me gustaría poseer esa arrogancia personal, esa soberbia intelectual y esa visceralidad verbal de los que piensan que sólo existe una verdad y que esa verdad está escriturada a su nombre.

martes, 1 de diciembre de 2015

POBRES OPTIMISTAS





Me causan ternura todos aquellos que piensan que los políticos reunidos en París van a ser capaces de poner freno al cambio climático. No saben estos optimistas antropológicos que cuando la cumbre acabe se sucederán una vez más las fotos de familia, los pomposos discursos y los protocolos y tratados internacionales trufados de magníficas intenciones brillantemente redactadas y de nada más. Pero, cuando se apaguen los focos y con ellos deje de brillar el optimismo sin fundamento de los felices, los políticos regresarán a sus países sabiendo que no pueden oponerse a sus poblaciones y, mucho menos, las multinacionales que se han apropiado del planeta y que están dispuestas a exprimirle hasta la última gota de sangre para vendérnosla envasada a mayor honra y gloria del Dios Consumo. Y la Tierra seguirá sobrecalentándose, los polos terminarán totalmente descongelados, la primavera y el otoño serán recuerdos cada vez más lejanos, el verano reinará durante nueves meses y los sucesores de los actuales líderes del mundo mundial se citarán en otra cumbre decisiva en cualquier capital del mundo dentro de diez o quince años.

No sé si los seres humanos estamos hechos a imagen y semejanza de Dios (qué poco diría esto de Dios) pero ciertamente estamos hechos a imagen y semejanza de Adán y Eva y como ellos siempre tenemos alguien al lado a quien culpar del mal que hacemos. Pero la culpa del calentamiento global no es de los líderes mundiales. Al fin y al cabo, ellos hacen en sus cumbres lo único que pueden hacer: decirnos que nos preocupa mucho la evidente destrucción de nuestro hogar común, enjuagar nuestras preocupaciones, proclamar que se va a cambiar todo lo que sea necesario cambiar para salvar al mundo y, luego, de regreso a sus países, seguir gobernando como si no pasara nada. El problema del mundo no son los políticos ni las multinacionales, que también: el principal problema de la Tierra somos nosotros, los miles de millones de seres humanos que lo poblamos y que, por más que digamos, no estamos dispuestos a renunciar a nuestro disparatado modo de vida para que la Vida pueda seguir existiendo de manera razonable, viable y amable.

La Tierra tiene un problema gravísimo: sólo un tonto o un cínico pueden negar la evidencia. Pero el problema es la especie humana. Esa especie voraz que ha llenado el planeta con millones de kilómetros cuadrados de asfalto por los que cada día circulan miles de millones de vehículos. Esa especie que vierte al mar trillones de toneladas de basura y que ha convertido plantas y animales domésticos en un catálogo de basura química y tecnológica hecha de piensos, hormonas y transgénesis. Esa especie que necesita llenar el horizonte azul con miles de chimeneas bajo las cuales se producen, a ritmo frenético, los infinitos artilugios que utilizamos para vivir una vida cada vez más artificial y menos humana. La humanidad: esa es la gran epidemia que sufre la Tierra, esa es la enfermedad que la mata poco a poco.

¿Tiene cura la Tierra? Sólo podría haber una cura si fuese cierta la tesis de Lovenlock y la Tierra fuese Gaia, ese organismo vivo, autoregulado y capaz de ajustarse para sobrevivir. Sólo si esto fuese cierto y Gaia descubriese que es víctima de un cáncer llamado "humanidad", que la corroe, la destruye, la coloniza sin piedad y la metastatiza, sólo si Gaia reaccionase ferozmente contra esa plaga, sólo entonces, la Tierra podría frenar el cambio que la destruye y podría desandar el camino del disparate que los humanos hemos obligado a andar a todo el planeta: sólo entonces podría volver a llover en noviembre y habría carámbanos en enero, sólo entonces los osos polares no estarían condenados a desaparecer y el mar seguiría muriendo, plácido y eterno, en las playas del mundo. Pero Gaia no es más que una creación poética, un anhelo de salvación de un planeta condenado a padecernos y a perecer con nosotros y por nuestra causa.

París no servirá de nada. Como de nada sirvió Kioto. Y la Tierra seguirá deteriorándose mientras nosotros contemplamos la catástrofe a lomos de nuestra irresponsabilidad, visitando algún centro comercial para olvidarnos momentáneamente de la condena que hemos levantado sobre nuestras cabezas. Y dentro de diez, de quince años, cuando definitivamente se hayan perdido Groenlandia y la Antártida y el otoño y la primavera, los políticos de turno se juntarán en una ciudad noruega azotada por un eterno verano cordobés, para decir que la situación es insostenible (quién sabe cuántas guerras por el agua o por el petróleo sacudirán entonces el mundo) y que hay que tomar medidas radicales. Y después, nuevas fotos, nuevos discursos, nuevos tratados internacionales, nuevos protocolos.

Ya digo. Me causan ternura, o piedad, esos ingenuos, esos felices, esos confiados en la bondad del hombre que piensan que un grupo de políticos reunidos en una ciudad pueden corregir no sólo el cambio climático sino también la estupidez, el egoísmo y la maldad humanas. Pobres optimistas: qué grande será su cepazo.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

LIBERTAD Y RESPONSABILIDAD





El lunes, escribía en su blog Antonio Muñoz Molina que “Hay en ciertas personas una curiosa tendencia a diluir la responsabilidad concreta de los verdugos en una vaga culpa general”. Y ello, al hilo de la infinidad de artículos, comentarios o directamente exabruptos que tras la matanza de París se han encargado de recordarnos que el monstruo islámico fue creado en su día por las potencias occidentales como una parte de su estrategia política global, que las armas con las que asesinan se fabrican en nuestros países, que esas armas se las venden nuestras monarquías amigas de la Península Arábiga en el marco de la guerra religiosa que en Siria están librando suníes (los tiranos de Arabia Saudí y los del Estado Islámico lo son) contra chiíes (como el gobierno sirio) o que el Estado Islámico se financia vendiendo petróleo en el mercado negro con el que nosotros no tenemos empacho en llenar los depósitos de nuestros coches. En determinados ámbitos ideológicos se enumeran todas las causas que han hecho posible el espanto del Estado Islámico y no tanto para pedir una reformulación de la política occidental en Oriente Próximo dentro de la cual se enmarque la guerra contra el califato, cuanto para intentar convencernos de que los terroristas son simples víctimas, ellos también, de una estrategia política que los ha obligado a convertirse en monstruos y que, por lo tanto, es responsable directa de su monstruosidad. Y así, sumando eslabones en una larga cadena de causas que, si se lo proponen, pueden remontar hasta la batalla de Poitiers, encuentran razones para justificar que unos tipos arrebatados de odio sean capaces de violar de manera brutal a miles de mujeres yazidíes en Mosul, de asesinar a los niños de las minorías étnicas del norte de Irak, de quemar vivo a un piloto jordano o de decapitar a decenas de cristianos coptos: al fin y al cabo, todo esto no son más que las consecuencias de esa cadena de causas y los asesinos están presos dentro de esa espiral, que otros (nosotros) han construido. Y así, condenan sus crímenes, claro, pero en grado menor: la condena se acompaña de tantos matices, de tantos peros y de tantas notas a pie de página, que al final más parece el contrato con letra minúscula de una hipoteca que una condena.

Todo eso lo hemos visto antes, y más cerca todavía. En todo esto interviene mucho lo que Dickens llamaba filantropía telescópica: sentir tanta pena por el sufrimiento de los que están muy lejos que no se tiene tiempo de fijarse en los que padecen al lado”, añade Muñoz Molina. Y ahonda así en la grave cuestión ética del asunto: esas “ciertas personas” pueden conmoverse más con el sufrimiento de, por ejemplo, los miles de asesinados por la dictadura franquista que con el dolor que tan plásticamente narraba la viuda del joven español asesinado en Bataclán y por eso se indignan mucho más cuando el Partido Popular se niega a retirarle honores a Franco que con la visión del espanto de las calles de París. Eso, cuando no se realiza un ejercicio del dolor en función de determinadas pulsiones ideológicas que puede llegar, incluso, a desdibujar los grados de sufrimiento: conozco a quienes “empatizan” en grado máximo con el sufrimiento de una familia desahuciada por el banco y sin embargo no sienten la más mínima piedad por la familia de un guardia civil asesinado por ETA o sienten una piedad tan matizada que más parece compromiso que verdadera compasión.

Pero más grave me parece aún, desde el punto de vista ético, que esa construcción de una culpa general sólo se utilice para casos concretos que previamente son filtrados por el tamiz ideológico: hay que aceptar como dogma (so pena de ser expulsado de las filas de los demócratas) que existe una culpa general de Occidente que explicar (y si se tercia también justifica) el terror del Estado Islámico, pero si alguien tejiese una teoría de la culpa general de los vencedores de la Gran Guerra y del Pacto de Versalles para explicar el horror nazi sería inmediatamente tachado, con razón, de cómplice moral de los mayores asesinos de la historia. Y sin embargo, qué fácil sería diluir en el océano de una culpa masiva la responsabilidad de ese joven de las SS que apretaba el gatillo contra los niños indefensos en el barranco de Babi Yar: puede que su madre tuviese que prostituirse para poder darle de comer en medio de la inflación galopante, a lo peor su padre era un excombatiente de las trincheras, amargado por tanto horror y por la derrota, alcohólico que para olvidar el espanto y para superar su frustración se dedicaba a golpearlo… Y así, podemos construir todo un catálogo de causas en las que diluir la responsabilidad de los asesinos nazis. Y otro catálogo en el que diluir la responsabilidad de los asesinos franquistas. Y otro, y otro, y otro… Es una dinámica peligrosa, porque ningún criminal sería responsable de ningún crimen: si las acciones humanas son el mero resultado lógico de una suma de causas que explican a la persona, la responsabilidad moral no puede existir. Porque la responsabilidad es el resultado de un acto de libertad.

Y es que una cosa es poner sobre el tapete de la historia las causas que explican los actos humanos y otra muy distinta ligar la responsabilidad a esas causas con un nexo de determinación. Al hacer esto lo que hacemos es negar la libertad constitucional de la persona: si cada uno de nosotros fuésemos solamente consecuencia de unas causas que nos explican, no seríamos más que seres determinados, una especie de cangrejos gigantescos determinados a procrearnos y a matar al vecino que nos jodió el fin de semana. Y sin embargo, lo que realmente nos explican no son nuestras causas sino nuestra libertad: hubo miles de niños alemanes que padecieron la crisis brutal (crisis económica, social, existencial) de la Alemania de los 20, pero la mayoría no acabaron convertidos en matones de la Gestapo y en verdugos en Auschwitz; hubo miles de jóvenes católicos españoles que presenciaron con espanto como se quemaban conventos e iglesias, pero la mayoría no se dedicaron a pegarle tiros en la nuca a los maestros de la República. Y seguramente, entre algunos de esos hombres que maltratan a sus mujeres y que las matan porque las consideran un mero objeto carnal de su propiedad, hay niños que tuvieron una infancia difícil, pero no todos los niños que no fueron felices o que fueron maltratados o que sufrieron abusos están condenados a ser asesinos. Y hay miles, millones de musulmanes, que padecen las consecuencias de los movimientos de las fichas del tablero del poder mundial y de la sed de petróleo, pero la inmensa mayoría no se enfundan en uniformes negros y se dedican a secuestrar y violar mujeres, a poner bombas en los mercados, a decapitar a niños y adolescentes, a disparar a sangre fría contra los jóvenes que asisten a un concierto. Si las causas y el medioambiente social en que las personas viven determinasen sus comportamientos, el mundo, con tanto sufrimiento y tanto dolor como acumula, estaría rebosante no de personas más o menos normales que simplemente quieren ser felices y que cada día luchan contra los mil obstáculos que se lo impiden, sino de una masa compacta de criminales: ¿cuántos terroristas rebosantes de odio no habrían salido de Ruanda si fuesen ciertos los argumentos de esas ciertas personas que diluyen la responsabilidad concreta en una vaga culpa general?, ¿cuántos no habrían germinado en los desiertos de Sudán?, ¿cuántos en las selvas hondas de Vietnam o de Camboya?

Hay causas que explican, pero no hay causas que determinen y justifiquen: porque si las hubiese, no habría libertad. No me gusta mucho la palabra “culpa”, porque remite a un espacio moral de raíz religiosa que difícilmente puede cuadrar con los parámetros éticos que se fundamentan en la noción y el valor de la libertad; pero me gusta la palabra “responsabilidad”, porque equilibra los derechos y los deberes y denota aprecio por el complejo y difícil hecho de la libertad. Convencido como estoy de que no somos seres determinados y condenados, asumo que vivimos en la compleja realidad de la libertad. Y la libertad supone incertidumbre, duda, carencia de certezas absolutas, disposición para atravesar campos ricos en experiencias felices pero también páramos de desolación. Supone también, y tal vez sobre todo, responsabilidad: porque somos libres somos responsables. Responsables de dejar en la orilla del mercado de Beirut, lleno de mujeres y de niños, el coche cargado con la bomba que reventará sus cuerpos y de apretar el gatillo a sangre fría contra personas indefensas en las calles de París. Pero también responsables de preferir que lo acribillen a uno antes de permitir que asesinen a una niña que cenaba con sus padres.

Aunque sólo fuese por respeto a los muertos que causa tanto odio, haríamos bien en no diluir, en no desdibujar, la responsabilidad de los asesinos: mataron, violaron, causaron tanto dolor, simplemente porque eligieron hacerlo, porque quisieron hacerlo. Porque siendo libres para salir de la habitación en cuyo suelo había una mujer espantada, le abrieron las piernas y la violaron. Porque pudiendo simplemente dejar pasar al joven homosexual que se paseaba por las calles de Raqqa, lo apresaron y lo subieron a la terraza de un edificio y le empujaron y lo remataron a pedradas cuando, reventado, agonizaba en el suelo. Porque siendo libres para perdonar la vida del que los miraba con los ojos arrasados de miedo, apretaron el gatillo. Porque, simplemente, el mal existe. Como existen la grandeza del bien y del amor, que sólo son posibles porque somos libres.

lunes, 16 de noviembre de 2015

CIUDADANO DE PARÍS





Yo nunca he estado en París. Yo sólo he pasado por Francia camino de Italia, una vez hace muchos años. Y sin embargo, poseo una geografía y una cartografía personal de París y  de Francia, hecha de lecturas, de películas, de músicas. Supongo que para mí, como para tantos, Francia es nuestra patria de elección porque le debemos a Francia mucho de nuestra opción personal como ciudadanos libres, y París es esa ciudad de la luz, del amor y de la libertad donde nos hubiese gustado derrochar nuestra juventud. Porque Francia hace grande nuestra conciencia política y cívica y París nos ensancha el alma y las memorias y los amores aunque nunca se hayan pisado sus calles.

Si yo hubiese podido elegir dónde nacer habría elegido Francia, porque siempre me ha fascinado ese país con identidad, con valores, con compromisos y proyectos compartidos, ese país dispuesto siempre a acoger a todo el que hiciera suyos los valores de la Revolución, ese país donde la estupidez no quintaesencia la vida pública y donde el discurso cívico tiene argumentos y razones que convierte el debate en algo vigoroso y no en la reiteración de lugares comunes que padecemos aquí, porque siempre que oigo "La Marsellesa" la reconozco como mi personal himno político, civil y social. Y yo, que no creo en esa estupidez de la ciudadanía del mundo y que quiero ser ciudadano con raíces y con referencias, ciudadano con amarres y con asideros, hubiera querido ser ciudadano de París, pintor en Montmartre y amigo de las bailarinas del Mouline Rouge, fotógrafo del Trocadero, poeta de las revoluciones en Saint Denis o barrigudo horneador de croissant en un café de Montparnasse.  

Por eso el viernes sentí un escalofrío que todavía no se me ha ido de la sangre: porque los atentados sucedieron un lugar del mundo que es también mi lugar.

Vive la France.