Corren malos tiempos para los que carecen de dogmas, para los que no son titulares de fidelidades graníticas, para los que dudan; son tiempos de bonanza para quienes soldaron sus manos al mástil de una bandera, para los que se agarraron al tobillo de un líder, para los que rellenaron su cerebro con una siglas o con unos eslóganes que invitaron al pensamiento a abandonar su morada. Son tiempos buenos par exhibir las múltiples vestimentas del fanatismo, pero la última encuesta del CIS dice que más del 40% de los entrevistados no sabe lo que va a votar el próximo 20 de diciembre; yo me incluyo en esa masa de ciudadanos desorientados, de españoles confusos y desconfiados, a los que ni la esperpéntica ronda de los políticos por las televisiones ha podido sacar de su estado de incertidumbre.
Vivo acampado en el territorio de la duda. Pero hay días en los que me gustaría ser como los militantes de los partidos, que ven en el suyo el paradigma de todo bien y en el resto la encarnación de todo el mal. O como los militantes de las iglesias, que tan fácilmente asignan puestos en el cielo o en el infierno. O como los hinchas de los partidos de fútbol, rendidos a toda estupidez. Hay días en los que me gustaría ser de Podemos o de Izquierda Unida y pensar que todos los que no piensen como yo son unos fascistas. O ser del Partido Popular y tener la certeza de que todo lo que se queda fuera de la sombra de la gaviota es pasto de rojos y de separatistas. O ser del PSOE y no dudar de que, pese a las evidencias en contra, mi partido es la mejor izquierda del mundo mundial. O ser de Ciudadanos y saberme investido por la luminosidad redentora del centro. O, más modestamente, me gustaría ya tener decidido mi voto y estar seguro de que es un voto puro, inmaculado, sin mancha.
Hay días en los que me gustaría formar parte de las prietas filas de la Cofradía de los Convencidos y saber que si la realidad desmiente mis convencimientos, es la realidad la que tiene que hacérselo mirar. Hay días en los que me gustaría no tener grietas, no habitar en las fronteras, no sentirme habitado por el estupor y por la duda y la sorpresa. Hay días en los que me gustaría saber que todo va a resbalar por la esfera de los dogmas de una conciencia henchida de certidumbres que nada ni nadie podrá turbar. Hay días en los que me gustaría poseer esa arrogancia personal, esa soberbia intelectual y esa visceralidad verbal de los que piensan que sólo existe una verdad y que esa verdad está escriturada a su nombre.
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