El lunes, escribía en su blog Antonio Muñoz Molina que “Hay en ciertas personas una curiosa
tendencia a diluir la responsabilidad concreta de los verdugos en una vaga
culpa general”. Y
ello, al hilo de la infinidad de artículos, comentarios o directamente exabruptos
que tras la matanza de París se han encargado de recordarnos que el monstruo
islámico fue creado en su día por las potencias occidentales como una parte de
su estrategia política global, que las armas con las que asesinan se fabrican
en nuestros países, que esas armas se las venden nuestras monarquías amigas de
la Península Arábiga en el marco de la guerra religiosa que en Siria están
librando suníes (los tiranos de Arabia Saudí y los del Estado Islámico lo son) contra
chiíes (como el gobierno sirio) o que el Estado Islámico se financia vendiendo
petróleo en el mercado negro con el que nosotros no tenemos empacho en llenar
los depósitos de nuestros coches. En determinados ámbitos ideológicos se
enumeran todas las causas que han hecho posible el espanto del Estado Islámico
y no tanto para pedir una reformulación de la política occidental en Oriente
Próximo dentro de la cual se enmarque la guerra contra el califato, cuanto para
intentar convencernos de que los terroristas son simples víctimas, ellos
también, de una estrategia política que los ha obligado a convertirse en
monstruos y que, por lo tanto, es responsable directa de su monstruosidad. Y así,
sumando eslabones en una larga cadena de causas que, si se lo proponen, pueden
remontar hasta la batalla de Poitiers, encuentran razones para justificar que
unos tipos arrebatados de odio sean capaces de violar de manera brutal a miles
de mujeres yazidíes en Mosul, de asesinar a los niños de las minorías étnicas del
norte de Irak, de quemar vivo a un piloto jordano o de decapitar a decenas de
cristianos coptos: al fin y al cabo, todo esto no son más que las consecuencias
de esa cadena de causas y los asesinos están presos dentro de esa espiral, que
otros (nosotros) han construido. Y así, condenan sus crímenes, claro, pero en
grado menor: la condena se acompaña de tantos matices, de tantos peros y de
tantas notas a pie de página, que al final más parece el contrato con letra
minúscula de una hipoteca que una condena.
“Todo eso lo hemos
visto antes, y más cerca todavía. En todo esto interviene mucho lo que Dickens
llamaba filantropía telescópica: sentir tanta pena por el sufrimiento de los
que están muy lejos que no se tiene tiempo de fijarse en los que padecen al
lado”, añade Muñoz Molina. Y ahonda así en la grave cuestión ética del
asunto: esas “ciertas personas” pueden conmoverse más con el sufrimiento de,
por ejemplo, los miles de asesinados por la dictadura franquista que con el
dolor que tan plásticamente narraba la viuda del joven español asesinado en
Bataclán y por eso se indignan mucho más cuando el Partido Popular se niega a
retirarle honores a Franco que con la visión del espanto de las calles de París.
Eso, cuando no se realiza un ejercicio del dolor en función de determinadas
pulsiones ideológicas que puede llegar, incluso, a desdibujar los grados de
sufrimiento: conozco a quienes “empatizan” en grado máximo con el sufrimiento de una familia desahuciada por
el banco y sin embargo no sienten la más mínima piedad por la familia de un guardia civil asesinado por ETA o sienten una piedad tan matizada que más parece compromiso que verdadera compasión.
Pero más grave me parece aún, desde el punto de vista ético,
que esa construcción de una culpa general sólo se utilice para casos concretos
que previamente son filtrados por el tamiz ideológico: hay que aceptar como
dogma (so pena de ser expulsado de las filas de los demócratas) que existe una
culpa general de Occidente que explicar (y si se tercia también justifica) el
terror del Estado Islámico, pero si alguien tejiese una teoría de la culpa
general de los vencedores de la Gran Guerra y del Pacto de Versalles para
explicar el horror nazi sería inmediatamente tachado, con razón, de cómplice
moral de los mayores asesinos de la historia. Y sin embargo, qué fácil sería
diluir en el océano de una culpa masiva la responsabilidad de ese joven de las
SS que apretaba el gatillo contra los niños indefensos en el barranco de Babi
Yar: puede que su madre tuviese que prostituirse para poder darle de comer en
medio de la inflación galopante, a lo peor su padre era un excombatiente de las
trincheras, amargado por tanto horror y por la derrota, alcohólico que para olvidar
el espanto y para superar su frustración se dedicaba a golpearlo… Y así,
podemos construir todo un catálogo de causas en las que diluir la
responsabilidad de los asesinos nazis. Y otro catálogo en el que diluir la
responsabilidad de los asesinos franquistas. Y otro, y otro, y otro… Es una
dinámica peligrosa, porque ningún criminal sería responsable de ningún crimen:
si las acciones humanas son el mero resultado lógico de una suma de causas que
explican a la persona, la responsabilidad moral no puede existir. Porque la
responsabilidad es el resultado de un acto de libertad.
Y es que una cosa es poner sobre el tapete de la historia las
causas que explican los actos humanos y otra muy distinta ligar la
responsabilidad a esas causas con un nexo de determinación. Al hacer esto lo
que hacemos es negar la libertad constitucional de la persona: si cada uno de
nosotros fuésemos solamente consecuencia de unas causas que nos explican, no
seríamos más que seres determinados, una especie de cangrejos gigantescos determinados
a procrearnos y a matar al vecino que nos jodió el fin de semana. Y sin
embargo, lo que realmente nos explican no son nuestras causas sino nuestra
libertad: hubo miles de niños alemanes que padecieron la crisis brutal (crisis
económica, social, existencial) de la Alemania de los 20, pero la mayoría no
acabaron convertidos en matones de la Gestapo y en verdugos en Auschwitz; hubo
miles de jóvenes católicos españoles que presenciaron con espanto como se
quemaban conventos e iglesias, pero la mayoría no se dedicaron a pegarle tiros
en la nuca a los maestros de la República. Y seguramente, entre algunos de esos
hombres que maltratan a sus mujeres y que las matan porque las consideran un
mero objeto carnal de su propiedad, hay niños que tuvieron una infancia
difícil, pero no todos los niños que no fueron felices o que fueron maltratados
o que sufrieron abusos están condenados a ser asesinos. Y hay miles, millones
de musulmanes, que padecen las consecuencias de los movimientos de las fichas
del tablero del poder mundial y de la sed de petróleo, pero la inmensa mayoría
no se enfundan en uniformes negros y se dedican a secuestrar y violar mujeres,
a poner bombas en los mercados, a decapitar a niños y adolescentes, a disparar
a sangre fría contra los jóvenes que asisten a un concierto. Si las causas y el
medioambiente social en que las personas viven determinasen sus
comportamientos, el mundo, con tanto sufrimiento y tanto dolor como acumula,
estaría rebosante no de personas más o menos normales que simplemente quieren
ser felices y que cada día luchan contra los mil obstáculos que se lo impiden,
sino de una masa compacta de criminales: ¿cuántos terroristas rebosantes de
odio no habrían salido de Ruanda si fuesen ciertos los argumentos de esas
ciertas personas que diluyen la responsabilidad concreta en una vaga culpa
general?, ¿cuántos no habrían germinado en los desiertos de Sudán?, ¿cuántos en
las selvas hondas de Vietnam o de Camboya?
Hay causas que explican, pero no hay causas que determinen y
justifiquen: porque si las hubiese, no habría libertad. No me gusta mucho la
palabra “culpa”, porque remite a un espacio moral de raíz religiosa que difícilmente
puede cuadrar con los parámetros éticos que se fundamentan en la noción y el
valor de la libertad; pero me gusta la palabra “responsabilidad”, porque
equilibra los derechos y los deberes y denota aprecio por el complejo y difícil
hecho de la libertad. Convencido como estoy de que no somos seres determinados
y condenados, asumo que vivimos en la compleja realidad de la libertad. Y la
libertad supone incertidumbre, duda, carencia de certezas absolutas,
disposición para atravesar campos ricos en experiencias felices pero también
páramos de desolación. Supone también, y tal vez sobre todo, responsabilidad:
porque somos libres somos responsables. Responsables de dejar en la orilla del
mercado de Beirut, lleno de mujeres y de niños, el coche cargado con la bomba
que reventará sus cuerpos y de apretar el gatillo a sangre fría contra personas
indefensas en las calles de París. Pero también responsables de preferir que lo acribillen a uno antes de permitir que asesinen a una niña que cenaba con sus
padres.
Aunque sólo fuese por respeto a los muertos que causa tanto
odio, haríamos bien en no diluir, en no desdibujar, la responsabilidad de los
asesinos: mataron, violaron, causaron tanto dolor, simplemente porque eligieron
hacerlo, porque quisieron hacerlo. Porque siendo libres para salir de la
habitación en cuyo suelo había una mujer espantada, le abrieron las piernas y
la violaron. Porque pudiendo simplemente dejar pasar al joven homosexual que se
paseaba por las calles de Raqqa, lo apresaron y lo subieron a la terraza de un
edificio y le empujaron y lo remataron a pedradas cuando, reventado, agonizaba
en el suelo. Porque siendo libres para perdonar la vida del que los miraba con
los ojos arrasados de miedo, apretaron el gatillo. Porque,
simplemente, el mal existe. Como existen la grandeza del bien y del amor, que sólo son posibles porque somos libres.
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