lunes, 18 de julio de 2016

PENSAMIENTOS TURCOS




I. El sábado por la noche las hordas que horas antes habían respondido al llamamiento de las mezquitas y se habían echado a la calle a parar el golpe contra Erdogan patrullaron las calles de la vieja Constantinopla armadas con palos: su objetivo era golpear a todos los que estaban en las terrazas bebiendo alcohol.  La experiencia no era nueva: a mediados de junio, un grupo islamista había irrumpido en un local en el que un grupo de seguidores de Radiohead iba a celebrar una fiesta y golpeó a los asistentes con bates y botellas por “beber alcohol durante el Ramadán”. La única diferencia entre lo sucedido el 18 de junio y lo sucedido el 17 de julio es que entonces los islamistas contaron con el rechazo de toda la parte sana de la sociedad turca y ahora, esa parte del país que aspira a continuar viviendo en los valores de la República laica, se encuentra amedrentada  cuando no francamente amenazada.

II. El simplismo con el que hemos analizado lo sucedido en Turquía puede hacer que nos preguntemos de qué tienen miedo los turcos que creen en las libertades públicas o en los derechos fundamentales, si los militares golpistas han fracasado en su intentona. Aquí estamos acostumbrados a trazar con pasmosa facilidad las líneas que dividen lo bueno y lo malo, lo blanco y lo negro. Y, sin embargo, Turquía, para pasmo de nuestro doctrinarismo, vive en una pantanosa zona gris. Una zona que cada vez se va pareciendo más al retrato de nuestro propio futuro: ¿lo que está sucediendo en Turquía no debería enseñarnos a pensar  un futuro en el que la democracia puede comenzar a ser algo muy distinto del régimen de libertades y de derechos? La democracia es un mecanismo para elegir gobernantes mediante una mera agregación de votos individuales. Y lo que podemos denominar “metademocracia” es un sistema que incluye el respeto a las minorías, la separación de la religión y el estado, un régimen de garantías de las libertades individuales, etcétera. Y esos dos conceptos son los que están en conflicto en Turquía y los que, muy pronto, pueden entrar en conflicto en toda Europa.

III. Técnicamente “democracia” es gobierno del pueblo. En términos prácticos se traduce en elecciones libres en el que la población elige a sus representantes. Una mayoría de turcos votó a Erdogan, un puñado mayor de británicos decantó a Gran Bretaña por la pendiente del fracaso colectivo, millones de austriacos pueden aupar a un fascista a la Presidencia de su país este otoño y por las mismas fechas los estadounidenses pueden entregar su nación a Donald Trump y los franceses pueden darle la República Francesa a Le Pen el año que viene. Si estas cosas nos chirrían es porque hemos convertido la palabra “democracia” en un tótem reverencial y, sin criterio, identificamos elecciones democráticas con excelencia moral, pese a los muchos ejemplos que nos demuestran que el hecho de que millones de votos concurran en una misma dirección (ora la dirección de la estupidez, ora la de la maldad) no significa que esa dirección sea la mejor moralmente: significa, simplemente, que es la dirección que han elegido más personas. Dados los ropajes sacros con que hemos revestido el cuerpo de la democracia (y considerando el talibanismo que impregna la vida pública española) atreverse a decir que en muchas ocasiones el electorado “se equivoca” y que el emperador está desnudo implica que la guardia pretoriana de las esencias democráticas te tatúe con el calificativo de “fascista”. Así que no pondremos aquí en duda la virtud suprema del sabio pueblo transfigurado en cuerpo electoral.

IV. Erdogan es un gobernante democráticamente elegido: millones de votos de islamistas lo auparon al poder. A mí, particularmente, un islamista me provoca el mismo escalofrío ético y político que los justificadores de monseñor Cañizares y creo que ambos son igual de dañinos para la salud de un Estado democrático. Pero la democracia no pondera el peso del voto en función de que los partidos sean más o menos respetuosos con la “metademocracia”: un voto a favor del partido de Erdogan o del Frente Nacional Francés vale lo mismo que un voto a favor de un partido socialdemócrata o de la derecha liberal. Erdogan es un gobernante democráticamente elegido por más que sus ideas busquen, esencialmente, arriar los altos valores de la “metademocracia” en cuya dirección Ataturk orientó la proa de la República .

V. La democracia también es un sistema que tiene reglas ad futurum: el gobernante elegido por las urnas no puede viciar las reglas que permiten que su mayoría actual pueda terminar convertida en minoría en unas próximas elecciones. Y en nuestro pathos ético se exige que el gobernante democrático respete el espacio de la “metademocracia”. Y en estos dos sentidos calificar a Erdogan como “gobernante democrático” es ya mucho más problemático. Su leyes de marcada inspiración religiosa y limitadoras de derechos civiles, sus persecuciones de opositores o de periodistas libres, son buen ejemplo del dudoso talante democrático del islamista Erdogan. Pero es que, al fin y al cabo, el islamismo es una forma contemporánea de totalitarismo y, como todas las ideologías totalitarias, a lo que aspira es a infiltrar su ideología en todas las instituciones, haciendo saltar los resortes del Estado de Derecho hasta que éste queda convertido en pura apariencia, en mera fachada decorativa sin contenido alguno. Y esto se acentúa cuando el pensamiento totalitario se funda en la idea religiosa porque, al fin y al cabo, para la religión toda la verdad lo es por proceder de Dios y por lo tanto es algo indiscutible y no sujeto al debate público sin el cual no hay verdadera democracia: la ley no puede permitir el consumo de alcohol durante el Ramadán porque es el mismísimo Dios el que lo prohíbe.

VI. Muchos líderes occidentales han puesto a Erdogan como ejemplo de la compatibilidad entre islamismo y democracia. No han hecho sino vendar los ojos de las sociedades europeas, que no han apreciado la dimensión de la infiltración que el islamismo ha realizado en las instituciones democráticas y en el aparato del Estado turco, socavando los cimientos de la República fundada por Ataturk que, él sí, entendió claramente que sólo podría avanzarse hacia la democracia y la “metademocracia” recluyendo, de manera radical si fuese necesario, las cosas de la religión al ámbito de lo privado.

VII. El viernes por la noche los medios de comunicación y los líderes occidentales decretaron el estado de alegría por el fracaso del golpe militar contra un gobernante democráticamente elegido como es Erdogan, mientras los clérigos musulmanes encaramados a los alminares llamaban a las masas a echarse a la calle. Nos dijeron que las cosas en Turquía son o blancas o negras y que a Erdogan le tocaba ser lo blanco y a los militares golpistas lo negro. Y sin embargo, a estas horas la contradicción turca lo rebasa todo como un poderoso tsunami: miles de detenidos en una purga sin precedentes en la administración y el ejército turcos contra todos aquellos que duden de las virtudes del islamismo, o la propuesta de reinstauración de la pena de muerte dan buen ejemplo de la democracia que ha triunfado sobre el golpe militar. Pero sobre todo, lo más ilustrativo de eso que Europa se ha lanzado a apoyar sin titubeos, sean esas masas victoriosas sobre los golpistas que llenan las plazas de Turquía no dando vivas a la libertad o a la democracia sino gritando “¡Dios es grande!”. Son, posiblemente las mismas turbas que apalean a quienes beben alcohol. Y el gran símbolo de la victoria de Erdogan es ese joven que golpea con una correa a los soldados detenidos ante la pasividad de la policía que debería garantizar sus derechos: es la imagen viva del islamismo triunfante sobre el sistema de garantías de la verdadera democracia.

VIII. Puede que el precio a pagar por la victoria de la democracia en Turquía sean todos los derechos y todas las libertades que tan trabajosamente, con tantas vueltas atrás, con tantas contradicciones, ha ido hilvanando la República de Mustafá Kemal Ataturk. Desde el viernes por la noche me acuerdo de Camus que, increpado en Oslo por un joven que le reprochaba no ponerse de parte de la justicia (y la justicia era la independencia de Argelia, aun al precio de las bombas y la tortura), respondió que si la justicia eran las bombas que se ponían en los tranvías en los que podía viajar su madre él se quedaba con su madre. Pensaba también en los muchos turcos, y sobre todo muchas turcas, que han vivido durante años en una plenitud de libertades civiles y sociales desconocidas en el resto de países de mayoría musulmana (con la excepción de Túnez, donde, por cierto, también el ejército se encargó de dejar claro que no toleraría una victoria islamista) y en ese sentimiento suyo de que entre una democracia fundada en la grandeza de Dios y unos derechos tutelados por los militares quizá hubieran preferido la segunda opción. Esa que nosotros desechamos sin interrogantes, con la absoluta certeza de nuestra arrogancia, sabiendo que nuestras mujeres tienen garantizados sus derechos y que nadie va a apalearnos por echarnos una cerveza en una terraza de verano.

IX. Urge, en estos días, volver a esa maravillosa fábula sobre el presente de Turquía que es Nieve, la novela imprescindible de Pamuk. Y allí veremos que todo es gris y que vivimos en la contradicción.

X. Urgiría, también, conocer lo que nunca conoceremos: la responsabilidad de la Unión Europea, de la OTAN y de los Estados Unidos en preparar un golpe condenado a fracasar y del que el gran beneficiado es el "amigo" Erdogan. ¿Quién preparó el golpe contra Erdogan que, al fracasar, ha permito a Erdogan dar un golpe de Estado definitivo contra la República de Ataturk? ¿Quién diseñó la estrategia (las listas de cientos de jueces, policías, militares y funcionarios depurados en cuestión de horas por no comulgar con la deriva islámica de Turquía) para aupar a Erdogan a un poder incontestable, desde el que pueda manejar mucho mejor negocios como la compra de refugiados que le hizo a Bruselas así como el que compra esclavos?

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