martes, 1 de diciembre de 2015

POBRES OPTIMISTAS





Me causan ternura todos aquellos que piensan que los políticos reunidos en París van a ser capaces de poner freno al cambio climático. No saben estos optimistas antropológicos que cuando la cumbre acabe se sucederán una vez más las fotos de familia, los pomposos discursos y los protocolos y tratados internacionales trufados de magníficas intenciones brillantemente redactadas y de nada más. Pero, cuando se apaguen los focos y con ellos deje de brillar el optimismo sin fundamento de los felices, los políticos regresarán a sus países sabiendo que no pueden oponerse a sus poblaciones y, mucho menos, las multinacionales que se han apropiado del planeta y que están dispuestas a exprimirle hasta la última gota de sangre para vendérnosla envasada a mayor honra y gloria del Dios Consumo. Y la Tierra seguirá sobrecalentándose, los polos terminarán totalmente descongelados, la primavera y el otoño serán recuerdos cada vez más lejanos, el verano reinará durante nueves meses y los sucesores de los actuales líderes del mundo mundial se citarán en otra cumbre decisiva en cualquier capital del mundo dentro de diez o quince años.

No sé si los seres humanos estamos hechos a imagen y semejanza de Dios (qué poco diría esto de Dios) pero ciertamente estamos hechos a imagen y semejanza de Adán y Eva y como ellos siempre tenemos alguien al lado a quien culpar del mal que hacemos. Pero la culpa del calentamiento global no es de los líderes mundiales. Al fin y al cabo, ellos hacen en sus cumbres lo único que pueden hacer: decirnos que nos preocupa mucho la evidente destrucción de nuestro hogar común, enjuagar nuestras preocupaciones, proclamar que se va a cambiar todo lo que sea necesario cambiar para salvar al mundo y, luego, de regreso a sus países, seguir gobernando como si no pasara nada. El problema del mundo no son los políticos ni las multinacionales, que también: el principal problema de la Tierra somos nosotros, los miles de millones de seres humanos que lo poblamos y que, por más que digamos, no estamos dispuestos a renunciar a nuestro disparatado modo de vida para que la Vida pueda seguir existiendo de manera razonable, viable y amable.

La Tierra tiene un problema gravísimo: sólo un tonto o un cínico pueden negar la evidencia. Pero el problema es la especie humana. Esa especie voraz que ha llenado el planeta con millones de kilómetros cuadrados de asfalto por los que cada día circulan miles de millones de vehículos. Esa especie que vierte al mar trillones de toneladas de basura y que ha convertido plantas y animales domésticos en un catálogo de basura química y tecnológica hecha de piensos, hormonas y transgénesis. Esa especie que necesita llenar el horizonte azul con miles de chimeneas bajo las cuales se producen, a ritmo frenético, los infinitos artilugios que utilizamos para vivir una vida cada vez más artificial y menos humana. La humanidad: esa es la gran epidemia que sufre la Tierra, esa es la enfermedad que la mata poco a poco.

¿Tiene cura la Tierra? Sólo podría haber una cura si fuese cierta la tesis de Lovenlock y la Tierra fuese Gaia, ese organismo vivo, autoregulado y capaz de ajustarse para sobrevivir. Sólo si esto fuese cierto y Gaia descubriese que es víctima de un cáncer llamado "humanidad", que la corroe, la destruye, la coloniza sin piedad y la metastatiza, sólo si Gaia reaccionase ferozmente contra esa plaga, sólo entonces, la Tierra podría frenar el cambio que la destruye y podría desandar el camino del disparate que los humanos hemos obligado a andar a todo el planeta: sólo entonces podría volver a llover en noviembre y habría carámbanos en enero, sólo entonces los osos polares no estarían condenados a desaparecer y el mar seguiría muriendo, plácido y eterno, en las playas del mundo. Pero Gaia no es más que una creación poética, un anhelo de salvación de un planeta condenado a padecernos y a perecer con nosotros y por nuestra causa.

París no servirá de nada. Como de nada sirvió Kioto. Y la Tierra seguirá deteriorándose mientras nosotros contemplamos la catástrofe a lomos de nuestra irresponsabilidad, visitando algún centro comercial para olvidarnos momentáneamente de la condena que hemos levantado sobre nuestras cabezas. Y dentro de diez, de quince años, cuando definitivamente se hayan perdido Groenlandia y la Antártida y el otoño y la primavera, los políticos de turno se juntarán en una ciudad noruega azotada por un eterno verano cordobés, para decir que la situación es insostenible (quién sabe cuántas guerras por el agua o por el petróleo sacudirán entonces el mundo) y que hay que tomar medidas radicales. Y después, nuevas fotos, nuevos discursos, nuevos tratados internacionales, nuevos protocolos.

Ya digo. Me causan ternura, o piedad, esos ingenuos, esos felices, esos confiados en la bondad del hombre que piensan que un grupo de políticos reunidos en una ciudad pueden corregir no sólo el cambio climático sino también la estupidez, el egoísmo y la maldad humanas. Pobres optimistas: qué grande será su cepazo.

3 comentarios:

F.J.M. (Marco Atilio) dijo...

Aquel negro e infame día en que Dios nos puso sobre la faz de este planeta, cometió el mayor error de la historia del Universo. Evidentemente no sabía con qué clase de sujetos se jugaba los cuartos. Somos dañinos hasta la paranoia y allá donde echamos nuestras zarpas jamás vuelve a crecer la hierba. Estupendo artículo. Saludos.

Manuel Madrid Delgado dijo...

¿Te das cuenta, Marco, de que lo que dices supone hundir toda la línea de flotación de la concepción de Dios como ser inteligente en grado sumo? Pero, ciertamente, el mayor alegato contra la existencia de Dios es la existencia del hombre.
Saludos y mil gracias.

F.J.M. (Marco Atilio) dijo...

He utilizado el sarcasmo para decir que Dios cometió un error cuando nos puso en La Tierra. Soy creyente y supongo que Dios tuvo que tener sus razones para hacer lo que hizo, nosotros (y me incluyo por supuesto) no podemos entender, ni tan siquiera vislumbrar, el porqué de algunas decisiones divinas. Ahora bien, bajo la percepción humana, tan llena de imperfecciones, es hasta cierto punto lógico pensar que fue un mal día para La Tierra como planeta y para todas las especies que en él habitan nuestra llegada a él. Porque me reafirmo: somos nocivos en nuestra propia esencia y allá donde vamos no dejamos títere con cabeza. Saludos.