martes, 1 de marzo de 2016

POLÍTICA EN PROSA



Quiero pensar (triste forma de consuelo) que formo parte de ese grupo grande de ciudadanos españoles que, a estas alturas, sólo sienten cansancio cuando miran al panorama político. Porque hay demasiada grandilocuencia que envuelve demasiada oquedad como para que el aparato de la política nacional no nos pese como una losa.

Nuestros políticos hacen una política a lo lírico, con discursos adornados de arrebatos espasmódicos que pretenden hacernos creer que vivimos una situación excepcional. Porque ciertamente hay momentos de la historia en los que se necesita una política de vuelos poéticos (una política de la épica y de la lírica), capaz de electrizar a una sociedad que se enfrenta a una tarea ingente. Pienso en Churchill y en aquel discurso suyo de la sangre, el sudor y las lágrimas que fue el punto en el que se torció la victoria del fascismo. Pero, cumplida la tarea que exigió el esfuerzo épico y el derroche lírico, lo normal es volver a los márgenes normales de la prosa cotidiana. Pienso en la inteligencia del pueblo inglés que, nada más terminar la II Guerra Mundial, entregó el gobierno no al excesivo Churchill sino a ese hombre normal y corriente que era Attlee.

Los españoles no vivimos un momento épico que requiera una política lírica, no vivimos un momento de encrucijada, y esas apelaciones carentes de racionalidad y sobrecargadas de pseudo-poéticas ora pseudo-revolucionarias ora pseudo-patrioticas que abundan en todos los grupos políticos (en unos más que en otros, cierto es) y que construyendo un imaginario que no se corresponde con la exacta realidad, no buscan más que dividir y segar los espacios de la racionalidad política. En España ni está ni se espera al Apocalípsis, pero los políticos andan empeñados en convencernos de que el Apocalípsis es eso que nos espera si es el otro el que gobierna.

No somos una sociedad perfecta, pero somos una sociedad que ha hecho grandes cosas en estos años, en los cuarenta años que se corresponden con los que yo tengo vividos; vistos mis cuarenta años en perspectiva histórica y colectiva estoy absolutamente convencido de que sólo podemos ser honestos si asumimos que son más las cosas que hemos hecho bien que esas que se nos han torcido. No somos una democracia perfecta, pero somos una democracia con herramientas para perfeccionarse y mejorarse. No tenemos unos servicios públicos comparables a los daneses o los suecos (tampoco queremos pagar unos impuestos que nos permitan mantener unos servicios así), pero tenemos motivos para sentirnos orgullosos de la red de protección social que se ha construido en estos años (y que ni siquiera las políticas de Rajoy han podido destruir) o de servicios como la sanidad pública. No tenemos los mejores servicios públicos de Europa, pero cada día funcionan en nuestro país, gracias al trabajo de profesionales extraordinarios, hospitales y escuelas públicas, universidades, museos, centros de atención a mujeres maltratadas, residencias públicas de mayores, bibliotecas, laboratorios, una vasta red de servicios impensables hace cuatro décadas y que demuestran que sí, que nos queda mucho camino por recorrer, pero que es mucho el que hemos recorrido. No vivimos en el mejor de los países, pero podemos mejorarlo porque vamos adquiriendo conciencia de que hay cosas que pueden y deben mejorarse y porque, tímida, tenemos conciencia de nuestros valores como sociedad en la que la familia, la solidaridad o el sentido de la justicia del que hablaba Machado no han podido ser derrotados por el egoísmo neoliberal. Tenemos problemas, pero son los problemas que tienen las sociedades de nuestro entorno, porque en estos cuarenta años hemos dejado de ser una excepción situada en el costado de Europa para ser una sociedad equiparable al resto de sociedades occidentales y en muchos aspectos mejor que nuestros vecinos. Es cierto que nos falta confianza en nosotros mismos y capacidad para creernos capaces de seguir haciendo cosas importantes juntos, pero sabemos ya que no estamos condenados por ninguna tara histórica ni somos el resultado de un maleficio.

No somos una excepción. Y no vivimos una situación excepcional. Por eso sobra la política de la poética, la política de la lírica y de la épica, con la que quieren arrebatar nuestra normalidad necesitada de reformas. Porque el edificio tiene problemas, pero no necesita ser tirado hasta los cimientos para levantar uno nuevo: la tarea necesaria es la de cambiar puertas, ventanas, suelos, pintura o tuberías, pero los cimientos, los muros y los tejados son sólidos por primera vez en nuestra historia contemporánea y merece la pena conservarlos.

Es necesaria una política de prosa que no tenga miedo a resultar gris por huir de lo blanco y de lo negro, una política de prosa escrita por un redactor que sabe que lo que escribe, que siempre elige la palabra certera, una prosa con márgenes y líneas rectas, una prosa que no aspira al Premio Nobel pero que no sonroja por sus incorrecciones y sus faltas de ortografía, una prosa capaz de abarcar la realidad, de describir, de proponer y disponer, una prosa sensata pero que no tenga miedo de expresar una emoción y de dejarse apresar por el valor de la compasión. 

Frente a esa política lírica que nos agota, urge reivindicar una política en prosa: no para que nos ilusione sino para, que simplemente, nos haga volver a sentirnos partícipes de la cosa pública. Porque estos tiempos nuestros no requieren un Winston Churchill (ni tampoco un Ché Guevara) sino un Clement Attlee. Nada más y nada menos que un Clement Attlee, porque no hay ninguna guerra que ganar ni ninguna revolución que cumplir, porque sólo hay una realidad que gestionar y reformar y mejorar.

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