La muerte del Cardenal Martini deja en trance de orfandad a todos los creyentes que tenían fe en otro modo de entender la fe, contrapuesto a la intolerancia y el afán inquisidor con el que se comporta la Iglesia desde que Juan Pablo II desmontara el Concilio Vaticano II. Tras conocerse su muerte, ha sido calificado como “el cardenal progresista” o “la voz del diálogo en la Iglesia”. Eso da una idea acertada de un hombre que defendía un modelo de Iglesia que chirriaba en lo más íntimo del corazón de la jerarquía. El jesuita Georg Sporschill dijo una vez que Martini defendía una “Iglesia audaz”, que no tiene nada que ver con la Iglesia reaccionaria de los Scola o los Bertone.
Y es que Carlo María Martini era un personaje incómodo para la mayoría conservadora –cuando no abiertamente retrógrada– que se ha hecho con el poder de la Iglesia. En los oídos de los beatos de sacristía o de los “kikos”, en los oídos de los miembros del Opus Dei y en los de los Legionarios de Cristo, debían sonar a provocación y herejía sus palabras defendiendo una mayor implicación de la mujer en las tareas de responsabilidad de la vida eclesiástica y la apertura eclesiástica en materia sexual y en temas como el uso del condón, sus palabras de comprensión y amor hacia los homosexuales, sus palabras pidiendo una “democratización” –una mayor colegialidad– en el gobierno de la Iglesia. Martini fue siempre un hombre valiente que, desde la lealtad a la Iglesia de la que era el “jerarca” más respetado intelectualmente y más popular, dijo lo que pensaba siempre con el deseo de evitar que el catolicismo acabe convertido “en cómplice de un sistema de mal y de pecado”. La valentía de Martini se manifestó en estas críticas del rumbo y del comportamiento de la Iglesia. Veinte días antes de morir, en una entrevista para la prensa italiana, pedía –tal vez ya sin mucha esperanza– un cambio radical en la Iglesia, clamaba por la comprensión de temas tan complejos como la eutanasia o el divorcio y exigía un reconocimiento de pecados tan graves y terribles como la pederastia; y decía que si la Iglesia no es capaz de llevar a cabo esa transformación, al menos debería buscar hombres que sean libres y estén más cercanos al prójimo, con San Óscar Romero y los mártires de El Salvador. Esa entrevista, en la que reconocía que la Iglesia está en el mundo con doscientos años de retraso, era su testamento moral.
Pero la valentía del Cardenal Martini también se mostró en su pasión por el diálogo. Era uno de los pocos dirigentes de la Iglesia que no castigaban con sus palabras, que no excluían con su discurso, que no separaban. Para Martini, la palabra lo era todo y por eso, al poco de ser nombrado Arzobispo de Milán creó los míticos encuentros en el Duomo, que reunían semanalmente a miles de personas para hablar de su fe y de sus dudas en una especie de catequesis colectiva y multitudinaria: los jóvenes fueron protagonistas fundamentales de esa experiencia. Después, en 1989, creo la “Cátedra de los no creyentes”, un proyecto único en la Iglesia que fue un “ejercicio del espíritu, porque lo importante no es tanto la distinción entre personas que creen o que no creen sino entre pensantes y no pensantes”, según el propio Martini, para quien “el diálogo sobre los valores y sobre la fe es parte del progreso de la humanidad”. ¡Qué lejos este hombre de la Iglesia capaz de discutir amablemente con Humberto Eco del Benedicto XVI que decía que en España se vive una situación de persecución religiosa simplemente porque hay quienes piden una separación real entre la Iglesia y el Estado! Y es que el Cardenal Martini que reclamaba plazas –“ágoras donde la gente se pueda reencontrar para comprenderse e intercambiar los dones espirituales y morales que todos poseemos”– está más cerca de hombres de la tolerancia y la comprensión como Comte-Sponville que de los obispos y los cardenales. Por eso, su muerte es una mala noticia para la Iglesia del mañana: porque será difícil construir un mañana con unos mimbres que no son los del Cardenal Martini.
(IDEAL, 6 de septiembre de 2012)
2 comentarios:
El especial valor de Martini es que fue capaz de mantener un discurso de fe lleno de puentes de comunicación con la increencia, convencido como estaba de que la transmisión de la fe no debe producirse en burbujas autocomplacientes ("nidos calientes", como diría Rahner), sino con puentes a través de los que pudiera transitarse en doble sentido. Eso no es relativismo intelectual, sino levadura dispuesta a fermentar la masa.
Era jesuita. Son de otra pasta. Yo tuve la fortuna de formarme con ellos. Tal vez por eso sea un proscrito.
Publicar un comentario