Históricamente el mes de septiembre ha sido en Úbeda un mes de tránsito: septiembre es el mes de la vuelta de las vacaciones, el mes en que regresan a sus hogares los ubetenses que un día tuvieron que emigrar y que aprovechan el verano y la Semana Santa para pasar unos días en Úbeda, septiembre es el mes de la marcha de la Virgen de Guadalupe al Santuario del Gavellar y el mes del inicio del curso escolar. En realidad, pasan muchas cosas en septiembre y sin embargo, para Úbeda septiembre es un mes entre paréntesis. Con la vista puesta en la Feria de San Miguel –que desde siempre ha servido para cerrar un tiempo y abrir otro– la ciudad va recuperando el pulso de la normalidad, de lo cotidiano, el lento discurrir de la vida con su ritmo mortecino del que sólo caben esperar magras aspiraciones: septiembre despereza a Úbeda de la modorra veraniega y la enfrenta a la cruda realidad. Será cuando se consumen los fuegos artificiales de la noche del 4 de octubre, cuando Úbeda comenzará a discurrir plenamente por el aburrido calendario de lo netamente normal y cotidiano. Septiembre, ya digo, es un mes de tránsito. Siempre ha sido así: desde muy antiguo Úbeda se ha dedicado en septiembre ha acumular fuerzas, a almacenar provisiones de ánimo, a allegar víveres de vida colectiva para afrontar los nuevos meses con sus retos. Ese era el sentido histórico de la Feria de San Miguel: elegir a los responsables del Ayuntamiento que se encargarían de “organizar” la vida colectiva de la ciudad; la Feria era una acumulación de provisiones cívicas, colectivas, un llenar de grano ético el granero de la convivencia.
Septiembre es un mes frontera: septiembre perfila el horizonte de Úbeda. Eso convierte a septiembre, también, en un mes interrogante, en un mes que nos pregunta, que nos coge por las solapas para ver si sabemos o queremos decirle qué ciudad queremos cuajar.
Tal vez el principal problema para una ciudad como Úbeda es, precisamente, carecer de la capacidad de ofrecer respuestas a las preguntas que le plantea el tiempo histórico. Y en ello estamos, creo: en que no sabemos, nadie, que va a ser de nuestra ciudad en los próximos meses y en los próximos años. El futuro de Úbeda se parece mucho al horizonte gris de una tarde de Feria: se siente la proximidad de la desolación y el abandono. ¿Qué proyecto colectivo tenemos pensado acometer para sortear los problemas con los que amenaza la tormenta? Son muchos los retos pendientes, las necesidades que se plantean para los ubetenses. ¿Pero hay hoja de ruta para poder y saber llegar a lo que se necesita? ¿Hay objetivos planteados o, al menos, ganas de o ideas para plantearlos? No, no hay nada de esto. Y no pensemos que esta cortedad en la visión y en el diseño del futuro de Úbeda es algo que incumbe sólo a la casta política local: en realidad la desorientación, la cortedad de miras, el no saber qué hacer teniendo conciencia de que hay mucho por hacer, es algo que nos afecta a todos los ubetenses. Es como si en una de las encrucijadas más críticas de la historia contemporánea de Úbeda, cuando lo que se juega es el futuro de las próximas generaciones, nadie supiese en realidad que hacer, es como si nadie tuviese nada que ofrecer más que el regate de sus propios intereses, más que la balsa pequeña en la que cada uno queremos poner a salvo lo que nos incumbe importando poco que el naufragio se lleve todo lo demás. Cualquier capacidad para diseñar horizontes, cualquier posibilidad para construir un liderazgo cívico o político o social que impulse las energías de Úbeda, ha sido cortado de raíz por la depresión económica, que ha abundado la tradicional desgana y falta de compromiso de una sociedad esencialmente conformista como la ubetense. Y en esta situación, la ciudad casi agotada de inventivas e iniciativas que la remocen comienza ya a vivir de sus reservas vitales –de sus reservas económicas, sociales, asociativas–; la Úbeda de septiembre de 2012 es como la foca que ante la ausencia de sardinas renuncia a buscar otros “pescados” con los que ganarse el pan suyo de cada día y decide comenzar a alimentarse de la grasa acumulada bajo su piel hasta que, agonizante sobre el hielo, es devorada por el oso polar. Así sucede con la Úbeda de hoy: carente de imaginación y de ánimo, aletargada por la comodidad de las rentas que aún le producen sus “viejas glorias” comerciales, históricas o culturales, va entregando, lentamente y tal vez sin que seamos capaces de darnos cuenta de la verdadera dimensión de este suceso, el puesto preponderante que alguna vez jugó en el plano provincial. ¿Cuánto tiempo puede una ciudad vivir así? ¿Cuánto dura el crédito para una ciudad que ha sido incapaz de reinventar su comercio, que no ha encontrado sustitutos para su desaparecido tejido empresarial, que ha seguido creyendo en la milonga de la Academia de la Guardia Civil que periódicamente le contaban los políticos de uno y otro color, que piensa ahora que la declaración como Patrimonio Mundial es una gallina de los huevos de oro inagotable que no necesita ser cuidada ni alimentada?
El principal problema de una ciudad que languidece no su estado de decadencia y progresiva postración. El principal problema es la carencia de conciencia de ese deslizamiento por la pendiente. En un mundo cada vez más competitivo y globalizado, en el que triunfan las sociedades que son capaces de “vender” un producto diferenciado y de calidad, Úbeda se encuentra con que es incapaz de crearse como producto y se topa con una clamorosa y dolorosa carencia de elites comprometidas, con ideas, con visión de futuro, con proyecto y discurso, y ante una no menos triste incomparecencia de la sociedad civil. La gravedad de la situación económica, acrecentada por las fanáticas medidas de reducción del gasto público a cualquier coste y caiga quien caiga, obliga a esa reflexión colectiva: perder ahora el tren supone perderlo para muchos años, supone desperdiciar el trabajo de todas esas generaciones de ubetenses que desde el último tercio del siglo XIX crearon la Úbeda del comercio, de la cultura, de los monumentos, una Úbeda que se creía puntera pero con orgullo huero sino con el sustento de las razones económicas, sociales e históricas que daban fe del discurso colectivo de la ciudad. Ahora, seguimos manteniendo el discurso, pero detrás de él no hay nada. Nada, salvo una terrible oquedad: un comercio cada vez menos atractivo, unos monumentos cada día más deteriorados y ruinosos, una actividad cultural sacrificada en el altar de la reducción del déficit, unos proyectos de futuro –el remozado “Tranvía de la Loma”, por ejemplo– que si alguna vez existieron más allá de la palabrería mentirosa de las campañas electorales, han sido ya amortizados antes de haber nacido.
Septiembre es un paréntesis. Aprovechémoslo, antes de que la normalidad nos arrolle con su pasmosa fuerza, para darnos cuenta de que el futuro nos mira con angustia, urgiéndonos una repuesta y los ubetenses no tenemos absolutamente nada que ofrecerle.
(UBEDA IDE@L , Núm. 10, septiembre 2012)
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