He aprendido otra mirada: la sonrisa de Manuel me ha hecho comprender que hay muy pocas cosas verdaderamente importantes. Pero sobre todo, mi hijo me ha dicho con sus ojos azules que nada hay en el mundo más importante que un niño: cada vez que lo miro me replanteó muchas de mis convicciones. Porque ahora intuyo que frente a la defensa de los niños, de su dignidad, su integridad, de su vida, de su felicidad, de su sonrisa, declina todo lo demás. Machacar los derechos de los niños es tan gratuito, es un crimen tan incomprensible, que ante eso no puede haber componendas jurídicas, ni filosóficas. Nos lo decía Bernard Rieux cuando se negaba a amar una creación en la que los niños son torturados; lo sé cuando aprieto a Manuel entre mis brazos y siento que es algo valiosísimo, mucho más valioso que todos los derechos, que todas las reinserciones o que todas las monsergas falsamente humanitarias, porque ya no creo que haya humanidad en la defensa del que causa daño a alguien tan desprotegido como un niño. Ante el sufrimiento de un niño todo cede, hasta el respeto hacia un Dios que no lo frena.
Ahora sé, o comienzo a saber, que no hay, que no puede haber perdón para quién abusa de un niño, para quién lo tortura o lo golpea, para quien lo asesina. Y pienso que la ley no puede ser tan misericordiosa con quien comete un crimen contra un niño, porque tengo la certeza de que en los niños hay algo numinoso y sin nombre, algo purísimo que nos trasciende y cuya sola violación pone sobre el culpable una carga, una acusación moral que no podemos limpiar. En el propio Cristo desfallece su afán amoroso cuando se enfrenta a los que hacen sufrir a los niños: a esos, “mejor les fuera que se le atasen una piedra de molino al cuello y que se les arrojare al mar” (Marcos 9, 42).
Y ahora siento como algo se me desgarra dentro cuando veo a los niños africanos con sus brazos finísimos –cañas quebradizas y sin esperanza–, cuando los padres palestinos alzan al cielo de la rabia los cadáveres de sus bebés, o cuando la televisión me trae el rostro triste –un niño triste es una tristeza demasiado grande para que pueda ser soportada por el universo sin conmoverse– y lleno de mocos de los niños nepalíes o la carita llena de polvo de las minas de los niños hispanoamericanos. Ahora me siento acusado de no sé todavía que responsabilidad trágica por cada niño que no tiene un vaso de agua limpia o un trozo de pan tierno, por cada niño que no tiene un cuaderno y un lápiz y que trabaja de sol a sol, o por cada criatura obligada a prostituirse o a empuñar en fusil para luchar en guerras mucho más absurdas que cualquiera, pues los niños juegan a matar y mueren.
Manuel me mira y soy feliz. Pero también pone en mi corazón una tristeza: la de saber que hay padres en el mundo que no pueden ver reír a sus hijos, la de saber que hay padres que los torturan. Y una esperanza: cada niño que nace trae bajo el brazo el pan de un mundo que puede ser mejor, un pan recién hecho con mañanas distintos a este hoy cabrón que hemos construido entre usted que lee y yo que escribo.
(Publicado en diario IDEAL el día 3 de septiembre de 2009)
Ahora sé, o comienzo a saber, que no hay, que no puede haber perdón para quién abusa de un niño, para quién lo tortura o lo golpea, para quien lo asesina. Y pienso que la ley no puede ser tan misericordiosa con quien comete un crimen contra un niño, porque tengo la certeza de que en los niños hay algo numinoso y sin nombre, algo purísimo que nos trasciende y cuya sola violación pone sobre el culpable una carga, una acusación moral que no podemos limpiar. En el propio Cristo desfallece su afán amoroso cuando se enfrenta a los que hacen sufrir a los niños: a esos, “mejor les fuera que se le atasen una piedra de molino al cuello y que se les arrojare al mar” (Marcos 9, 42).
Y ahora siento como algo se me desgarra dentro cuando veo a los niños africanos con sus brazos finísimos –cañas quebradizas y sin esperanza–, cuando los padres palestinos alzan al cielo de la rabia los cadáveres de sus bebés, o cuando la televisión me trae el rostro triste –un niño triste es una tristeza demasiado grande para que pueda ser soportada por el universo sin conmoverse– y lleno de mocos de los niños nepalíes o la carita llena de polvo de las minas de los niños hispanoamericanos. Ahora me siento acusado de no sé todavía que responsabilidad trágica por cada niño que no tiene un vaso de agua limpia o un trozo de pan tierno, por cada niño que no tiene un cuaderno y un lápiz y que trabaja de sol a sol, o por cada criatura obligada a prostituirse o a empuñar en fusil para luchar en guerras mucho más absurdas que cualquiera, pues los niños juegan a matar y mueren.
Manuel me mira y soy feliz. Pero también pone en mi corazón una tristeza: la de saber que hay padres en el mundo que no pueden ver reír a sus hijos, la de saber que hay padres que los torturan. Y una esperanza: cada niño que nace trae bajo el brazo el pan de un mundo que puede ser mejor, un pan recién hecho con mañanas distintos a este hoy cabrón que hemos construido entre usted que lee y yo que escribo.
(Publicado en diario IDEAL el día 3 de septiembre de 2009)
2 comentarios:
Hay muchas veces en las que la verg¨uenza me ahoga, sabiendo que comparto la misma condici´´on (la de hombre, aunque no deber´´ian denominarse asi) con aquellos de los que hablas.
¿Hay palabra m´´as hermosa que "inocencia", con todos los vocablos que podemos encontrar en ella (como ese que tanto me gusta: "libertad")?
Un abrazo, Manolo. Y otro para tu Manuel.
A medida que vayan pasando las semanas y vaya creciendo tu hijo, irás descubriendo como crece en ti la necesidad de protegerlo y esa sensación (a veces incómoda) de repulsa por todos aquellos cobardes que son capaces de hacerle daño a los inocentes y por las leyes que los protegen y los amparan más que a los propios inocentes machacados.
Un beso para tu Gabriel y un abrazo para ti.
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