Creo que era Unamuno el que hablaba de los “yos” que no hemos podido ser, de aquellas oportunidades que murieron en los brazos de nuestros afanes antes de poder cristalizar una vida distinta para nosotros. De vez en cuando, esos “yos” que forman en nuestro interior un lecho mortecino, como de hojas mohosas, prenden misteriosamente y hacen crepitar en nosotros una llama de imaginaciones: nos abren una ventana para soñar que vivimos otras vidas, que probamos otros nombres, que nos colamos en el traje y la piel de todos los tipos que nunca seremos, tal y como nos proponía Joaquín Sabina en su canción. Y pese a que somos sedentarios y estamos hechos de costumbres, y nos sentimos cómodos y felices en la certeza de lo cotidiano, a veces nos imaginamos montando un coche descapotable y avanzando, en la luz primera del amanecer, hacia no sabemos que mundos nuevos, desatando todo nuestro pasado, como si eso fuera posible, como si no fuésemos otra cosa que tiempo muerto que parlotea y escribe o sueña.
Me gusta imaginarme conduciendo, abstraído del mundo y de mí mismo, sin rumbo, como un velero a la deriva, mientras escucho “Romeo&Juliet” o “Walk of life” de los Dire Straits o, mucho mejor, “Hungry Heart” de Bruce Springsteen, esa canción tan llena de vida y a la vez tan hinchada de nostalgias, atravesando parajes infinitos, extensos contra un horizonte que nunca puede alcanzarse, paisajes desnudos y ofrendados por la tierra a la eternidad, tan desasosegantes como los horizontes urbanos y deshumanizados que pinta Antonio López. A veces, el lobo estepario que anida en mi interior me hace vagar preso de una tristeza infinita por imaginarias carreteras fronterizas, desiertas, alejadas de cualquier vestigio de vida, perdidas en el entramado barroco de los mapas, por carreteras que abandonan la ciudad en un borbotón de rotondas y salidas a campos grises y vaporosos y que se pierden, como una flecha sin dirección, en páramos arbolados o yermos, desnudos, cansados de tan amarillos, en sucesiones de colores que determinan la posición de los valles y los desiertos y los poblados abandonados en las cunetas carcomidas por la vegetación polvorienta, carreteras jalonadas de gasolineras inhóspitas y llenas de hierba seca que parecen sacadas de una historia de fantasmas o de un pasaje de las novelas de Cormac McCarthy, carreteras, en definitiva, que sólo parecen llevar a las últimas casas de Comala, acosadas eternamente por el viento y las sombras y coronadas por bandadas de cuervos. Y en ese sueño siento que el viento rompe sobre mi cara no sé qué mañanas de lluvias o soles, y que me salpica los ojos con la posibilidad de controlar el mundo, de sentirme su dueño.
A veces me asfixia el mundo. O me asfixio yo mismo. Y necesito huir, imaginar que huyo, sentir que los kilómetros me alejan de mí mismo, de mis propios miedos, de estos abismos que son mis “yos” perdidos. Luego, cuando despierto y siento la respiración tibia de María Luisa a mi lado o a Manuel revolviéndose en su cuna, sé que sólo puede ser feliz en esta cercanía.
(Publicado en Diario IDEAL el día 17 de septiembre de 2009)
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