viernes, 11 de septiembre de 2009

AÑORANZAS MARINAS



A medida que el tiempo y sus años imparables pasan sobre mí, me crece esa que –según Joaquín Sabina– es la peor de la nostalgias: la de “añorar lo que nunca jamás sucedió”. Se trata de una nostalgia del marino que nunca seré y que debió nacerme, sin que yo me diera cuenta, cuando era niño y leía historias de piratas y naufragios, de veleros que capotean la tempestad y llegan a un puerto de la América española o una isla de bucaneros donde esperan mujeres hermosísimas, frutas desconocidas, ron de caña y casas de colores vivos con balcones de madera desde los que envejecer recordando las tardes en que se hablaba con las anclas, los palos y los mascarones. Luego, en la juventud, como me dio por leer novelas rusas esa sed de mar se me calmó. Pero ahora me la devuelven –intensamente clavada en el costado de las memorias imposibles– los libros de Pérez Reverte, de Patrick O’Brian o de Conrad y por eso crece la necesidad de buscar en las novelas las vidas que no viviré, que en el fondo de toda obra literaria lo único que late es eso: la oportunidad de hacernos vivir lo imposible.

Y yo no viviré nunca en un puerto del Caribe ni en las aldeas donde el océano Atlántico rompe sus melancolías grises, ni sabré diferenciar entre el palo trinquete y el de mesana, y no sentiré en la cara curtida por la brisa marina el viento que viene de babor o estribor ni sabré calcular la distancia de la tierra por las gaviotas o los cormoranes que sobrevuelen las banderas del palo mayor. Para mí el lenguaje marinero seguirá siendo la expresión de un misterio fabuloso que acumula aventuras, amores, crímenes y naufragios, gestas y batallas que cambiaron la historia, un lenguaje desconocido y vedado que conserva la forma imprecisa –ininteligible– de la voz con que los marineros viejos relatan las miles de cosas que les sucedían –a lo largo de todos los tiempos y en todos los mundos que el mundo es– cuando la proa de sus barcos hería la tersa piel del mar, cuando las olas ascendían ansiosas y obscenas para acariciar los pezones de las diosas sin nombre que dan forma a los mascarones de proa. Me causa envidia –sana envidia– la sabiduría antigua de los marinos, que han visto el espectáculo de la naturaleza callada cuando el fuego de San Telmo incendiaba de azul la punta de los mástiles, que han huido de los jirones fantasmales de las velas del Holandés Errante o que han puesto nombres hermosos a los accidentes de la geografía, como ese de “Cabo de Buena Esperanza”, tan henchido de sueños y de hazañas marineras, tan abierto de horizontes y océanos nuevos, tan pleno de evocaciones.

Necesito la añoranza de la mar amarga para sentir mi libertad: el mar es una puerta de escape frente a todas las sequedades. Advertía Baudelaire que el hombre libre siempre preferirá el mar, que con su voz “indómita y salvaje” nos tironea del alma, nos lleva hasta el bosque de palos y velas plegadas que cada puerto es, hacia los bancos de bogas y de jureles. Y nos recuerda infinitamente que todos los entresijos humanos están cojos y llenos de orgullo, como el capitán Achab.

(Publicado en diario IDEAL el día 10 de septiembre de 2009)

3 comentarios:

Carlos J. Gómez dijo...

Manolo, ¿sabes dónde se encuentra el faro de la fotografía? Es el faro de Les Eclaireurs (erróneamente llamado por los promotores turísticos de la zona como "faro del fin del mundo"), ubicado en el canal Beagle, en Ushuaia, la ciudad más austral del mundo. Un lugar mágico que nadie debería morirse sin conocer.

Manuel Madrid Delgado dijo...

No tenía ni idea. Puse la foto porque me gustó mucho. Cuando era adolescente leí la novela de Julio Verne sobre el Faro de San Juan de Salvamento, el faro del fin del mundo, que he visto en internet que es un faro distinto a éste. Los faros me parecen lugares encantadores, llenos de evocaciones y soledades. ¿No es el de farero uno de los trabajos más hermosos del mundo, siempre la punta de los mares salvando naufragios?...
Me encantaría poder recorrerme Hispanoamérica, que para mí tiene el encanto de lo que se siente como propio pero se tiene lejos. Estos lugares apartados, mágicos, sobrecogedores, me encantan. Ojalá algún día pueda ir hasta allí... y, sobre todo, hasta las reducciones jesuíticas del Paraguay, mi gran viaje siempre pendiente.
Un saludo.

E. Santa Bárbara dijo...

"Hombre libre, siempre amarás el mar" ¡Qué razón tenía Baudelaire!

Escaparme de aquí, sentarme en un banco y mirar hacía el horizonte, mientras escucho el sonido de las olas y huelo a arena mojada, salitre y pescado, se ha convertido, para mí, con el paso de los años, en una necesidad.

Por suerte puedo hacerlo una o dos veces cada mes. Mejor en invierno...

Como siempre, excelente tu reflexión.