El 12 de julio, en el dominical de este periódico, Juan Manuel de Prada escribía un magnífico artículo que puede ser suscrito por un amplio abanico de personas, desde fervientes católicos hasta agnósticos o ateos confesos, gentes de derechas y de izquierdas. La única condición para suscribir ese artículo es estar “en contra” del aborto, sobre todo de ese aborto libre que desde la progresía militante se nos quiere hacer pasar por un ¡derecho! de la mujer. De Prada, inteligente, no recurre en su artículo a los argumentos de la Conferencia Episcopal: sabe que eso limitaría la aceptación de su artículo, incluso entre amplios sectores de cristianos de base que discrepan profundamente con las posiciones de la jerarquía, tantas veces sectaria. El escritor, por el contrario, recurre a dos grandes tótem de la cultura de izquierdas del siglo XX, Pier Paolo Pasolini y Noberto Bobbio, que siguen siendo referentes para quienes desde cualquier posición ideológica entienden la condición del ser humano como un todo complejo, rico, que no es posible reducir a los parámetros defendidos por los políticos que practican un discurso sesgado, sectario y –muy posiblemente– incapaz de ser encajado dentro del elenco de altísimos valores éticos que desde hace dos siglos han buscado la dignificación de la persona.
Dignificación que supone, guste o no, la consideración de que cada ser humano es portador –desde el momento en que es vida en potencia, pero vida humana en definitiva–, de derechos que estando por encima –sobrevolando, vigilantes– de las leyes democráticas las “fundan”: no hay verdadera democracia cuando –por mucho que una mayoría lo quiera– se viola el espacio de esos derechos fundadores de la dignidad humana. El régimen hitleriano nació de unas elecciones, pero no era democrático: no sólo porque anuló la discrepancia política sino sobre todo porque pisoteó la dignidad de la persona e invadió los espacios que desde el siglo XVIII se habían considerado coto cerrado a la actuación del Estado. Y pisoteó esa dignidad desde antes de que se levantasen los hornos crematorios: la pisoteó con las leyes de Nuremberg o con las políticas de eugenesia que asesinaron a miles de seres humanos –enfermos mentales y terminales, discapacitados físicos– con el argumento de liberarlos de una “vida indigna de ser vivida”.
Dignificación de lo humano que, igualmente, implica la aceptación de que hay algo luminoso en nuestro interior, algo que no podemos apresar ni entender, algo que puede no ser divino pero que supera lo meramente humano, y en lo que reside esa particularidad radical de la persona. Algo que se puede llamar inteligencia, razón, espíritu, alma… pero que es, esencialmente, dignidad. Dignidad que no puede ser podada según el gusto del jardinero político de turno, porque trasciende el propio hecho de lo político y constituye ese espacio cerrado del que hablaba más arriba.
Y no es necesario creer en ningún dios ni ser seguidor de ninguna iglesia para defender que cada ser humano aloja en su interior esta almendra intocable de dignidad personal. Y se puede ser creyente y se pueden defender esos valores fundadores sin recurrir a un argumentario religioso, pues están a mano los argumentos “laicos” de los ilustrados que pensaban que la obligación del poder político es garantizar, precisamente, esos derechos, que son la vida, la libertad, la felicidad humanas… Esa, y no otra, fue la gran conquista de la revolución iniciada en el siglo XVIII.
Ahora el poder no sólo priva de su dignidad a la vida potencial alojada en el vientre de una mujer y la somete al arbitrio de su voluntad: además quiere hacernos pensar que eso, ese nuevo “derecho” –absoluto porque niega ningún tipo de conflicto y que, por tanto, no es sustentable por la historia ética de la democracia– es un paso revolucionario, amén de credo de obligado cumplimiento. Pero la Ley Aído repugna éticamente, pues por una falsa dignificación de la mujer se está degradado el concepto mismo de dignidad de la persona, conquista de los revolucionarios ilustrados y liberales que si no se acepta en su integridad no sirve para sostener con plena garantía la libertad de lo que somos. El argumento que se utiliza para sustentar “éticamente” la ley es en sí mismo profundamente reaccionario: hay vidas potenciales que no merecen la pena que se conviertan en reales –¿es ético traer al mundo un niño que no va a ser querido por sus padres, o que va a carecer de bienes básicos porque sus padres son “pobres”?, preguntan los que apoyan la ley– y que por lo tanto es mejor que sean suspendidas, desechadas, si así lo quiere la nueva portadora de un valor tan absoluto que se extiende, incluso, sobre un bien ético distinto de su propio cuerpo y que es la vida potencial que surge del hecho biológico de la concepción. En realidad –dicen– al abortar esa madre estaría haciendo un bien mayor por “su hijo” que si lo dejase nacer. ¿No es esto un retroceso sin parangón en el camino de dignificación de lo humano?
La diferencia entre la aceptación del aborto y la aceptación de la eutanasia está en el sujeto que decide sobre la vida: cuando un enfermo terminal decide poner fin a su vida, y con ella a sus sufrimientos, está ejercitando en grado supremo la dignidad del ser humano, al ejercitar de modo definitivo –y terrible– la libertad fundadora de la persona. Porque se puede mantener esa dignidad soportando los sufrimientos de una muerte lentísima si así nos lo dictan nuestras creencias religiosas, pero también si libremente se decide poner fin a los sufrimientos, por considerar que sólo a cada uno –sin Dios y sin intermediarios– compete el decidir sobre su vida y su muerte. Pero en el aborto libre ese no es el caso: la nueva ley arroga a la madre un derecho absoluto a decidir sobre la vida de su hijo en potencia, que queda así privado de cualquier tipo de derecho. La embarazada podía –salvo en casos de violación– haber dispuesto medios para no quedarse en estado: el feto no dispone de ningún medio para poder llegar a vivir.
Las revoluciones liberales dignificaron el ser afirmando que hay un espacio moral que no está sujeto a los dictados del Estado. El Estado absoluto trató a las personas como súbditos, completamente sometidos: la revolución liberal privó al Estado del poder de decisión sobre cuestiones fundamentales en la constitución de la persona. El Estado democrático es, así, un Estado limitado: ni siquiera la mayoría puede sobrepasar esos límites, so pena de caer en un absolutismo de nuevo corte que considera que igual que las personas estaban sometidas a los caprichos del rey absoluto deben ahora someterse a los dictados de la mayoría, y defiende que no hay espacios intangibles para la voluntad de la mayoría. Pero la mayoría puede devenir una dictadura encubierta si viola ese espacio último de la dignidad personal, ese reducto del derecho sobre el que, limitado, se funda el derecho democrático.
No puede existir un derecho a abortar libremente, o al menos no puede existir en un Estado democrático, limitado, fundado en el conflicto, el mismo conflicto que reconoce la actual legislación sobre el aborto: la cuestión es saber si la Ley Aído toca, vulnera, traspasa, ese espacio de la dignidad humana que la historia ética de Occidente puso a salvo de las garras del Estado hace dos siglos. Esa es la cuestión, la verdadera cuestión.
(Publicado en Diario IDEAL el día 25 de julio de 2009)
Dignificación que supone, guste o no, la consideración de que cada ser humano es portador –desde el momento en que es vida en potencia, pero vida humana en definitiva–, de derechos que estando por encima –sobrevolando, vigilantes– de las leyes democráticas las “fundan”: no hay verdadera democracia cuando –por mucho que una mayoría lo quiera– se viola el espacio de esos derechos fundadores de la dignidad humana. El régimen hitleriano nació de unas elecciones, pero no era democrático: no sólo porque anuló la discrepancia política sino sobre todo porque pisoteó la dignidad de la persona e invadió los espacios que desde el siglo XVIII se habían considerado coto cerrado a la actuación del Estado. Y pisoteó esa dignidad desde antes de que se levantasen los hornos crematorios: la pisoteó con las leyes de Nuremberg o con las políticas de eugenesia que asesinaron a miles de seres humanos –enfermos mentales y terminales, discapacitados físicos– con el argumento de liberarlos de una “vida indigna de ser vivida”.
Dignificación de lo humano que, igualmente, implica la aceptación de que hay algo luminoso en nuestro interior, algo que no podemos apresar ni entender, algo que puede no ser divino pero que supera lo meramente humano, y en lo que reside esa particularidad radical de la persona. Algo que se puede llamar inteligencia, razón, espíritu, alma… pero que es, esencialmente, dignidad. Dignidad que no puede ser podada según el gusto del jardinero político de turno, porque trasciende el propio hecho de lo político y constituye ese espacio cerrado del que hablaba más arriba.
Y no es necesario creer en ningún dios ni ser seguidor de ninguna iglesia para defender que cada ser humano aloja en su interior esta almendra intocable de dignidad personal. Y se puede ser creyente y se pueden defender esos valores fundadores sin recurrir a un argumentario religioso, pues están a mano los argumentos “laicos” de los ilustrados que pensaban que la obligación del poder político es garantizar, precisamente, esos derechos, que son la vida, la libertad, la felicidad humanas… Esa, y no otra, fue la gran conquista de la revolución iniciada en el siglo XVIII.
Ahora el poder no sólo priva de su dignidad a la vida potencial alojada en el vientre de una mujer y la somete al arbitrio de su voluntad: además quiere hacernos pensar que eso, ese nuevo “derecho” –absoluto porque niega ningún tipo de conflicto y que, por tanto, no es sustentable por la historia ética de la democracia– es un paso revolucionario, amén de credo de obligado cumplimiento. Pero la Ley Aído repugna éticamente, pues por una falsa dignificación de la mujer se está degradado el concepto mismo de dignidad de la persona, conquista de los revolucionarios ilustrados y liberales que si no se acepta en su integridad no sirve para sostener con plena garantía la libertad de lo que somos. El argumento que se utiliza para sustentar “éticamente” la ley es en sí mismo profundamente reaccionario: hay vidas potenciales que no merecen la pena que se conviertan en reales –¿es ético traer al mundo un niño que no va a ser querido por sus padres, o que va a carecer de bienes básicos porque sus padres son “pobres”?, preguntan los que apoyan la ley– y que por lo tanto es mejor que sean suspendidas, desechadas, si así lo quiere la nueva portadora de un valor tan absoluto que se extiende, incluso, sobre un bien ético distinto de su propio cuerpo y que es la vida potencial que surge del hecho biológico de la concepción. En realidad –dicen– al abortar esa madre estaría haciendo un bien mayor por “su hijo” que si lo dejase nacer. ¿No es esto un retroceso sin parangón en el camino de dignificación de lo humano?
La diferencia entre la aceptación del aborto y la aceptación de la eutanasia está en el sujeto que decide sobre la vida: cuando un enfermo terminal decide poner fin a su vida, y con ella a sus sufrimientos, está ejercitando en grado supremo la dignidad del ser humano, al ejercitar de modo definitivo –y terrible– la libertad fundadora de la persona. Porque se puede mantener esa dignidad soportando los sufrimientos de una muerte lentísima si así nos lo dictan nuestras creencias religiosas, pero también si libremente se decide poner fin a los sufrimientos, por considerar que sólo a cada uno –sin Dios y sin intermediarios– compete el decidir sobre su vida y su muerte. Pero en el aborto libre ese no es el caso: la nueva ley arroga a la madre un derecho absoluto a decidir sobre la vida de su hijo en potencia, que queda así privado de cualquier tipo de derecho. La embarazada podía –salvo en casos de violación– haber dispuesto medios para no quedarse en estado: el feto no dispone de ningún medio para poder llegar a vivir.
Las revoluciones liberales dignificaron el ser afirmando que hay un espacio moral que no está sujeto a los dictados del Estado. El Estado absoluto trató a las personas como súbditos, completamente sometidos: la revolución liberal privó al Estado del poder de decisión sobre cuestiones fundamentales en la constitución de la persona. El Estado democrático es, así, un Estado limitado: ni siquiera la mayoría puede sobrepasar esos límites, so pena de caer en un absolutismo de nuevo corte que considera que igual que las personas estaban sometidas a los caprichos del rey absoluto deben ahora someterse a los dictados de la mayoría, y defiende que no hay espacios intangibles para la voluntad de la mayoría. Pero la mayoría puede devenir una dictadura encubierta si viola ese espacio último de la dignidad personal, ese reducto del derecho sobre el que, limitado, se funda el derecho democrático.
No puede existir un derecho a abortar libremente, o al menos no puede existir en un Estado democrático, limitado, fundado en el conflicto, el mismo conflicto que reconoce la actual legislación sobre el aborto: la cuestión es saber si la Ley Aído toca, vulnera, traspasa, ese espacio de la dignidad humana que la historia ética de Occidente puso a salvo de las garras del Estado hace dos siglos. Esa es la cuestión, la verdadera cuestión.
(Publicado en Diario IDEAL el día 25 de julio de 2009)
6 comentarios:
Manolo, y no te has planteado, que mas que un derecho de la mujer es una cuestión de igualdad la que se trata con la Ley Aído. Una cuestión que dignifica la condición humana diferenciandola de la condición animal, dandole la libre capacidad de decidir plenamente el momento en el que desean concebir y dando la capacidad de enmendar errores que para mas desgracia se dan en las clases mas desfavorecidas. Porque en el mundo global no todos somos iguales ante la ley, porque tener dinero en paraisos fiscales no pagando impuestos, mientras que los tan defendidos "curritos" en tus artículos, se desternillan para pagar por ejemplo el recibo de la contribución, no es delito. Al igual que no es delito abortar en Suiza mientras se disfrutan de unas estupendas vacaciones esquiando y a la vuelta no has cometido ningún delito, mientras que la desgraciada de turno que ya tiene siete hijos y no toma metodos aticonceptivos porque además de desgraciada es ignorante, o porque la maltrecha economía familiar no permite gastar 30 euros o porque simplemente accede a las pretensiones de su marido para poder dormir en paz, se queda embarazada del octavo hijo, seguramente pensará, "menos mal que pararon las ideas abortistas del político progre de turno que solo buscaba perpertuarse, cuando tenga mi octavo hijo seré mas digna y mi hijo tambien". Y asi miles de ejemplos y situaciones que por lo menos dan que pensar un poco mas, antes de sentenciar y condicionar tan libremente la vida de las personas.
Un saludo padrazo.
Sinceramente no creo que una ley como esta dignifique la condición humana y la diferencia de la condición animal. Precisamente en la condición humana ya existe “la libre capacidad de decidir plenamente el momento en el que desean concebir”, pues la especie humana no se rige por ninguna fase de celo para poder concebir. El hecho de que haya situaciones en que la concepción no sea deseada –como el ejemplo de la mujer con siete hijos y nulos recursos forzada por su marido a tener relaciones sexuales de las cuales resulta un octavo embarazo– o de que se deba a un error, no es motivo suficiente, al menos para mí, para liberalizar el aborto. A mí me parece que las condiciones actuales –sí, ya sé que son un coladero– fijan el debate en términos éticos correctos porque reconocen un conflicto de intereses y da a la mujer capacidad de decidir en una situación dolorosa. Pero este proyecto de ley anula el conflicto de intereses y el conflicto de derechos y, simplemente, niega que la vida humana concebida tenga derecho alguno. Desde mi personal punto de vista eso es una barbaridad, como es una barbaridad que no se aborde de una vez el tema de la regulación de la eutanasia, por ejemplo. Y no me valen argumentos “sociales”, como si esto fuese destinado a ayudar a las mujeres desfavorecidas que se quedan embarazadas porque no tienen dinero para comprar la píldora o para comprar condones o, simplemente, no saben utilizar esos métodos. ¿No hay servicios sociales, no hay servicios sanitarios de planificación familiar? ¿No sería sensato que con tanta gente como trabaja en esos servicios se recomendase y se ayudase a esa mujer no ya en el tema de los anticonceptivos sino en el tema de practicarse una ligadura de trompas, porque obviamente su situación familiar es insostenible? ¿No esta opción la que practican las parejas de clase media y con niveles medios de educación cuando deciden no tener más hijos? ¿No es más sensato asesorar a esas mujeres en este sentido antes que mantenerlas en su condición permanente de potenciales embarazadas con el argumento de que siempre podrán abortar?
(Sigo en otro).
Luego mezclas otros temas: a mí, simplemente, me parece que los “españoles” que tienen su dinero en paraísos fiscales deberían ser condenados y ver “suspendida” su nacionalidad. Lo que pasa es que hay que ver hasta que punto no son todos los poderosos, también los de izquierdas, lo que ponen a salvo su dinero fuera del país para no contribuir a la causa común. Y no creo que los que hacen las leyes vayan a luchar contra esa situación ni contra la ingeniería financiera o tributaria, que tanto los beneficia. Y por lo que cuentas de la chica fina y guay que se va a esquiar a Suiza y se viene abortada y tan feliz, mi posición también es clara: tengo la firme convicción de que las clases altas españolas –las mismas que mandaban a sus hijas en los 60 a abortar a Londres mientras no faltaban a misa ni un domingo ni una fiesta de guardar– son las clases más hipócritas y repugnantes éticamente de occidente, por lo que sus argumentos carecen para mí de validez alguna. Y su ejemplo no digamos. En este sentido, asunto zanjado.
A mí, de todo este tema del aborto, lo que más me espanta es la facilidad con la que se acepta que la cuerda tiene que romperse por el lado del más débil, que en este caso es el no nacido. Claro que hay miles de ejemplos tremendos de situaciones sociales lamentables. Pero sigo pensando que la solución para eso no puede ser el “ala, vete y aborta”, porque ese argumento me parece tremendamente reaccionario: porque si una mujer de condición humilde no aborta, la respuesta cuando acuda a un servicio social en petición de ayuda puede ser “si no tenías medios para tener este hijo, haber abortado”. Lo siento, pero no creo que tantos decenios de lucha para conseguir un mínimo de solidaridad social puedan acabar ahora con un “si tienes un problema económico, aborta”.
Sí te doy la razón en una cosa: hay “que pensar un poco mas, antes de sentenciar y condicionar tan libremente la vida de las personas”. Al menos eso es lo que yo he tratado con este artículo: pensar en la vida potencial que con muy buenos argumentos se quiere sentenciar. A mi me parece que la primera obligación de cualquier persona que siga creyendo en los valores de lo que un día fue la izquierda es estar al lado de los débiles, de los que nada tienen, de los desprotegidos. ¿No te parece que un feto es un débil, alguien que nada tiene y al que todo se le podrá quitar con esta ley, un desprotegido ante el horizonte del aborto libre?
Un abrazo.
PD. Ya he visto el vídeo del juez Calatayud. Lo suscribo casi en su totalidad.
Manolo estoy de acuerdo contigo en muchas cosas de las que dices pero mi diferente perspectiva, me hace ser favorable a una ley, que en mi opinión va a hacer mas bien que mal al conjunto de la sociedad. Que el aborto no es un metodo anticonceptivo, por supuesto. Que hay que trabajar mas en asuntos de planificación familiar en España, por supuesto. Que hay mucha gente trabajando en los servicios sanitarios y de asuntos sociales en España, ni de coña. Que mezclo temas, si y rozando la falacia para hacer mas llamativa mi respuesta, pero no de manera muy distinta a la tuya, ¿porque siempre que se trata el tema del aborto, se mienta la ideologia nazi?
Al respecto de los derechos de los no nacidos tengo las mismas dudas que tu y a mi me surgieron cuando en algún momento de mi vida tuve que aprender el concepto de capacidad juridica, el cual dice: " La personalidad o capacidad jurídica comienza o se adquiere con el nacimiento, es decir cuando la criatura está completamente separada de su madre (Artículo 90 C.C.), momento desde el cual se adquieren los derechos que la ley reconoce a favor de quien fue en pretérito concebido, mientras permanece en gestación y en el seno materno, aún no es persona; y si no nace con vida se tendrá como si nunca lo hubiera sido, pero adquirida la vida real en acto y no en potencia, se retrotrae la protección legal al momento mismo de la concepción siempre y cuando el concebido, no nacido, nazca vivo-; no teniendo el feto vida independiente sino que apenas constituye una parte de la madre, no puede así considerársele sujeto de derecho. No obstante, no resulta aceptable que el concebido, por el hecho de no haber nacido perdiera todo derecho propio del sujeto de derecho que sin duda puede alcanzar mediante el nacimiento.
Y ya para terminar y rozar la falacia absoluta y en relación a los ejemplos expuestos en mi primera replica a tu articulo te formulo la siguiente pregunta. ¿Somos todos los españoles realmente iguales en derechos y obligaciones, en definitiva, somos todos iguales ante la ley? No me vale que respondas que según a quien le preguntes ( al que tiene el dinero en paraisos fiscales o al chorizo que no paga y no tienen con que embargarlo porque no tiene nada a su nombre, tipo Julian Muñoz, o a la madre que al final y en un hipotetico caso decide dar el paso adelante y abortar.
Otro saludo!!!
Sólo unos apuntes.
No se trata en este tema de ir desgranando ejemplos para inclinar la balanza de un lado o de otro. Se trata de una cuestión puramente filosófica: ¿hay asuntos que quedan fuera del poder decisión del Estado? Para mí ese es el tema. Los liberales del XIX pensaban que fuera de ese ámbito quedaban la vida, la libertad y la propiedad privada. El gran logro de la izquierda reformista en el siglo XX fue demostrar que la intervención estatal sobre la propiedad privada redundaba positivamente en beneficio de los valores de la vida, la libertad y la igualdad. Los nazis, y los totalitarismos de izquierda, pensaba que todos los ámbitos de la vida son susceptibles de ser invadidos por el Estado. Yo me quedo con la izquierda reformista: se puede "invadir" la propiedad privada en beneficio del común, pero me siguen pareciendo intangibles la vida y la libertad, precisamente por esos valores de fraternidad y solidaridad que predicaban los revolucionarios de 1789. Esto no tiene nada que ver con ningún planteamiento religioso. De hecho, a medida que leo las reflexiones de Passolini o Bobbio (es fácil buscarlas en Google) sobre este asunto me parecen más esclarecedoras y, desde luego, mucho más humanas que las posturas y argumentos de la Iglesia, porque sobre todo la jerarquía me parece que en este asunto es algo hipócrita: critica que una mujer pueda abortar porque no puede mantener a su hijo, pero se calla ante el empresario que despide a mujeres cuando se quedan embarazadas o que paga sueldos de miseria que no permiten mantener a los hijos con dignidad.
En fin, que yo no trato de convencerte, pero te animo a que busques las reflexiones de Passolini, Bobbio o de algunas personas de izquierdas opuestas a este asunto. Enriquecen, y mucho.
Saludos.
Que mi intención tampoco es convercerte Manolo, aunque por supuesto, si debatirte! Aqui te dejo el enlace de una conferencia de Fernando Savater, que esta colgada en un blog llamado "una historia de cronopios", en la que deja plasmada su opinión sobre la eutanasia y el aborto:
http://unahistoriadecronopios.blogspot.com/2007/05/fernado-savater-eutanasia-y-aborto.html
Espero que no te parezca un progre venido a mas!
Mas saludos.
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