viernes, 3 de julio de 2009

VERANO



Mi abuelo Juan decía que el verano es para los ricos, que, más o menos, vienen a ser los que, cuando torcemos la esquina de los días larguísimos de junio y nos encontramos de bruces con las alertas naranjas de julio, recogen los bártulos y se van, sin más, a sus viviendas en la playa. Tenía razón mi abuelo: el verano está hecho para la real familia, para los banqueros con yate o los señoritos con chalet levantado sobre las arenas de las playas atlánticas, pero no es un tiempo a la medida de quienes todavía se suben a un andamio o de quienes, simplemente, carecen de piscina para refrescarse cuando vuelven del trabajo y agonizan cada tarde durante las siestas imposibles que intentan dormir en pisos ya recalentados. A mí, que no soy rico y que no tengo chalet en la playa y que no sé si me cuadran las cuentas y los días para irme de vacaciones, el verano me provoca cansancio y, sobre todo, una profunda nostalgia de esos días felices, íntimos, recogidos del invierno, que es mucho más democrático e igualitario que el verano, sobre todo porque es más fácil abrigarse que refrescarse. Y así, me paso estos días en los que algunas sacan a relucir su vocación de tostadas, anhelando que lleguen los días frescos de octubre, las tardes grises de noviembre, el viento en las ventanas que diciembre trae o los fríos de las mañanas limpísimas de enero. Pero como el tiempo, tozudo, se empeña en no correr más de lo debido y julio y agosto y septiembre –el cambio climático nos ha robado la esperanza de frescor que septiembre ponía en el horizonte del verano– son unos meses pesados que avanzan muy despacio sobre el almanaque, mis anhelos acaban automáticamente convertidos en el deseo de ver un milagro, un hecho extraordinario, un suceso climático único en la historia, que puede ser, por ejemplo, una nevada el 12 de julio, una helada por Santiago o una temporada de lluvias allá por la Virgen de Agosto, cuando maduran las uvas.

Pero, ¿nada bueno tiene el verano? Ah, claro que sí. Lo que pasa es que al verano, además del calor, lo hacen insoportable todos estos tontos ricos y famosos que nos cuentan sus veraneos, sus bikinis y sus ligues playeros. Y aún así el verano tiene su aquél, sus bondades, sus frutas generosas. Ahí están las cerezas y los albaricoques y los melocotones, y la tajada fría de sandía con la que llenamos la barriga antes de dormir una de esas siestas antológicas, y ahí está el melón dulcísimo. Y está –la tengo grabada a fuego en mi memoria– la noche altísima, recortada entre una plaza de pinos en un campamento de mi juventud, la noche extendida sobre las olas y la luna con una legión incontable de estrellas. Están todavía las noches en que, durmiendo en el campo, se alarga la charla con los amigos mientras el campo se llena de pájaros que chillan y de grillos. Y están siempre los recuerdos de aquella niñez mía en la que yo era rico, porque siempre tenía una pereza que estrenar, un libro lleno de aventuras y una alberca en la que los días transcurrían llenos de luz, como en un cuadro de Sorolla.

(Publicado en diario IDEAL el día 2 de julio de 2009)

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