martes, 28 de julio de 2009

DE SEGURA A TRAFALGAR



Vicente Ruiz García es un joven historiador ubetense y sufrido profesor de Secundaria que ha vuelto nuevamente a las andadas. Desde hace tiempo venía dedicándose a elaborar sabrosos e interesantes documentales, principalmente sobre la historia de Úbeda, que además de su innegable valor divulgativo poseen un gran valor documental, sobre todo el último de los que realizó, centrado en medio siglo de la historia de su ciudad y que recoge una impagable colección de testimonios orales sobre sucesos tan trascendentales como la Guerra Civil. Ahora, como digo, ha vuelto a lo suyo, que es hurgar en el fondo de la historia partiendo de situaciones que, en principio, parecen poco trascendentales –situaciones “intrahistóricas”– pero que al decir de Miguel de Unamuno conformarían el tejido vivo de la realidad histórica. Es eso lo que nos demuestra Vicente Ruiz en su libro De Segura a Trafalgar (publicado por la Editorial El Olivo), en el que partiendo de la historia de los pinos que crecieron durante el siglo XVIII en los bosques de la Sierra de Segura nos descubre la fascinante realidad de una nación que por última vez en su historia fue importante para el resto del mundo.

Siempre he tenido el convencimiento de que el siglo XVIII español era un siglo anodino, soso, aburrido, un mero paréntesis entre la época grandiosa –grandiosa también en sus sombras– de los Austrias y la agitación zarzuelera del siglo XIX. Ya la profesora Adela Tarifa se preocupó por desmontarme esos prejuicios sobre el siglo de las pelucas y los polvos de rapé: pero ha tenido que llegar el libro de Vicente Ruiz para hacerme ver esa realidad escondida de aquella centuria. Porque este libro tiene algunas virtudes interesantes: la primera es, sin duda, la facilidad con que puede leerse, y la segunda es que esa capacidad comunicativa no le resta ni un ápice de seriedad y rigor. De lo que obtenemos que a través de una lectura que nos entretiene, que casi novela la historia española del XVIII, nos adentramos en los entresijos de la realidad política de aquellos años. Las conclusiones, lógicamente, son más que pesimistas, sobre todo si las proyectamos sobre el presente.

De Segura a Trafalgar habla de los pinos que crecían en los montes de Segura de la Sierra, de los pinos que fueron talados con una racionalidad desconocida en nuestro país hasta entonces, para poder construir una flota naval que sostuviera la capacidad imperial del país y su pugna contra Inglaterra por el control de los mares. Esto es gran política, la desplegada por todos los defensores del despotismo ilustrado español. Una política ambiciosa que dio resultados extraordinarios, que garantizó las comunicaciones con la América española, que mantuvo la posición militar española en el Atlántico y que facilitó un extraordinario desarrollo de la investigación científica en España, de la que la expedición de Malaspina sería sólo una muestra. Una política hecha con los mimbres de la constancia, de la seriedad y del patriotismo.

Pero esto es también vida cotidiana, porque Vicente Ruiz nos habla de aquellos habitantes de la sierra que veían como se expoliaban –sistemática y ordenadamente– sus bosques en aras de un imperio lejano y de una política que pagaban con las vidas de sus hijos en los campos de batalla de Europa, o de la vida de los madereros ubetenses que perdieron sus derechos sobre el comercio de la madera de pino, o de los pastores que vieron como los terrenos del común en que se mal buscaban la vida pasaban a estar bajo jurisdicción militar y, por tanto, con una explotación muy restringida. Alta política y vida del pueblo: la historia –ya lo he dicho, creo– en estado vivo.

De esa viveza que desprende el libro de Vicente Ruiz, de esa capacidad para tejer los mimbres de las decisiones ministeriales y de la vida de los serranos, obtenemos dos lecciones fundamentales.

Primera: que el viejo lema despótico e ilustrado de “todo para el pueblo pero sin el pueblo” escondía, en realidad, una farsa. Porque para conseguir mantener las posiciones internacionales de España, para garantizar la capacidad imperial del país, se tuvo que sacrificar al pueblo que durante siglos había convivido pacíficamente con el medio ambiente de la Sierra de Segura. No es posible negar la buena fe que guió la actuación de los ministros y militares reformistas del siglo XVIII cuando decidieron convertir la provincia del Segura en una provincia marítima, militar, ni su afán por garantizar lo mejor para el país. Lo único que el libro de Vicente dice es que lo mejor para España no tiene por qué ser lo mejor para los españoles. Y esto, desgraciadamente, puede seguir aplicándose a este tiempo nuestro.

La segunda lección tiene un marcado cariz político. El gigante con pies de barro que heredan los Borbones, aquella España desangrada por la tara de los últimos Austrias, por la supremacía francesa, por la Guerra de Sucesión, por las epidemias y las hambrunas, fue un país capaz de superarse a sí mismo, de salir del agujero, de sobrevivir, de convertir el resurgir de su Armada Real en una cuestión nacional. Los fallos del reformismo español del XVIII son muchos, pero lo evidente es que aquel siglo fue capaz de sumar a la causa española una nómina de hombres –políticos, científicos, militares, sacerdotes– verdaderamente extraordinarios y que si a la altura de octubre de 1805 –mientras el vigilante de la torre Tavira intuía el desastre marino de sus compatriotas y el país estaba gobernado por una familia real degenerada y unos políticos incompetentes– España era una potencia mundial era gracias al esfuerzo de aquellos hombres que convirtieron el traslado de los pinos de Segura hasta los astilleros de San Fernando en un asunto de Estado. De esos hombres que ordenaron las fuerzas del país para que el país siguiera teniendo un papel que interpretar en el concierto internacional. El papel que sin duda jugó durante todo el siglo XVIII y que podría haber jugado en el XIX si la soberana estupidez de Carlos IV y sus ministros hubiera puesto la flota española en el disparadero de esa máquina imparable que era la Armada de Nelson. Ya digo: la lección es terrible, porque nos dice que nada viene dado, que en política no hay caminos sin retorno y que el progreso no es una línea que no puede pararse o borrarse: lo que muchos construyeron, uno sólo lo puede destruir. Para eso, sólo es necesario sumar ambición, torpeza e incapacidad.

Vicente Ruiz García –una buena persona que tanto sirve para el roto de una murga de Carnaval como para el descosido de una investigación concienzuda y seria– nos deja con De Segura a Trafalgar un libro recomendable. Un buen libro para adentrarnos en nuestra historia durante las largas tardes del verano.

(Publicado en Diario IDEAL el día 27 de julio de 2009)

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