lunes, 20 de julio de 2009

CAMPANA Y SE ACABÓ



Hace cuatro o cinco meses salía en un programa de televisión –de esos que cada tarde pretenden matarnos el aburrimiento… o de aburrimiento– la situación kafkiana que estaban viviendo los habitantes de un pueblecito del Pirineo leridano, creo recordar. Resulta que llevan toda su vida, generación tras generación, dedicándose a la cría de animales, sobre todo de vacas. Una imagen idílica en un pueblo pacífico, sosegado, donde aún se remansan las estampas del tiempo dio. Pero hete aquí que para desgracia de los pacíficos habitantes de ese pueblo del norte desde hace unos años los turistas rurales –tan pulcros, tan aseados, tan modernos– pusieron su mirada sobre él. Y ahí comenzaron los problemas: porque los enfermos de la ciudad acuden al campo buscando la riqueza del campo, pero en cuanto llevan allí dos días les molestan todas las cosas que son esencia de lo rural. Y así, los vaqueros de ese pueblo de cuyo nombre no he podido acordarme explicaban, entre atónitos y desesperados, como los nuevos vecinos arribados desde las grandes ciudades habían puesto denuncias contra el olor de las boñigas de las vacas, contra los kikirikí de los gallos y sobre todo contra el ruido de los cencerros cuando las vacas van, mansamente, por las calles de piedra camino de los prados. Y lo peor es que las leyes españolas, tan disparatadas, le daban la razón a los recién llegados porque las cacas de vaca, los cencerros de los terneros y el canto de los gallos deben estar sometidos a la normativa contra el ruido y contra el olor y contra su santa madre, y se ve que es perfectamente legal imponer el deseo de los nuevos propietarios de casas para que el domingo por la mañana las vacas no paseen por las calles para que el “tolón tolón” no los despierte. Son nuevos y se han hecho los dueño de todo, pervirtiéndolo, condenándolo a muerte. Y así, quienes habitan el pueblo desde que nacieron, quienes han conservado las “esencias” –sus comidas, sus costumbres, sus olores… sus ruidos– que lo hicieron admirable a los ojos de los estresados urbanitas, iban a ser obligados a trasladar sus animales fuera del pueblo, para no molestar.

Algo así –tan surrealista, tan fuera de lógica, tan aberrante al sentido común– está ocurriendo en Jaén, donde un vecino tiquismiquis, ávido de una millonaria indemnización, ha conseguido que la ley le dé la razón y se imponga contra la voluntad mayoritaria de sus ciudadanos. Y contra la historia, y contra el patrimonio sonoro de la ciudad de Jaén. Y es que el tal ciudadano se compró una casa junto a la Catedral de Vandelvira para, acto seguido, descubrir que su vida era incompatible con las campanas y que quien sobraba en ese barrio no era él –que podía haberse mudado a uno de esos bloques del extrarradio, tan sin alma: tan sin campanas– sino las campanas. No le molestaban los bocinazos de los coches, el tronar del camión de la basura o los martillos hidráulicos de las obras que padecemos, sino, simplemente, el canto de las campanas.

Su cruzada ha dado resultado, como era de esperar: las leyes españolas siempre se inclinan por el lado de la balanza que más daño causa. Y las campanas –Santo Rostro, Asunción, Santísimo Sacramento…– tendrán que enmudecer. Y con ellas, enmudecen los tiempos idos, las nostalgias colectivas de los jiennenses, una riqueza de sonidos que pertenece a católicos y no católicos, que en realidad es propiedad de cualquier persona con sensibilidad para emocionarse cuando el aire de la mañana se llena de repiques o de toques antiguos, o cuando el reloj anuncia con su aldabonazo el paso del tiempo que huye. Y creo que enmudece hasta la pretensión de que la hermosísima catedral pueda ser Patrimonio de la Humanidad, porque ya no tiene bocas con las que hablar sobre el vasto horizonte de olivares, que se las ha sellado el poco sentido común de este país y el ombliguismo de un tipo triste y oscuro.

Que esta columna vaya como firma de apoyo a las muchas que ya hay recogidas a favor de las campanas de la catedral de Jaén y de los cencerros de los Pirineos. Porque eso es firmar a favor de la sensatez, tan escasa en estos lares.

(Publicado en Diario IDEAL el día 18 de julio de 2009)

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