viernes, 17 de julio de 2009

UN VERANO DEL NORTE



A veces, en el sopor de la tarde, me gusta imaginarme sentado en el vagón de un tren –una mañana de julio, con un libro del que no puedo levantar los ojos– camino del norte, atravesando Despeñaperros, la llanura infinita de La Mancha, las estepas castellanas peinadas de mieses rubias, hasta llegar a un pueblecito de pescadores de Cantabria o de Asturias o de Lugo. Una vez allí me imagino alojado en una casa blanca con ventanas azules, levantada sobre el mar y a la que cada mañana llegan los sonidos de los barcos que regresan de pescar y el bullicio de las gaviotas esperando su cuota de sardinas o de boquerones. En el sueño de mi pereza supongo que los veranos del norte son veranos en los que se necesita la manga larga cuando cae la tarde y se sale a pasear por el puerto para tomar un chato de vino blanco con unas almejas, y en los que uno –si deja abierta las ventanas para oír el rumor del mar contra la noche– necesita arroparse para dormir, y que incluso algunos días es posible sentarse en un sillón para ver como la lluvia empapa los prados y el viento agita las copas de los árboles mientras en el fondo de nuestra alma feliz se oyen la música de Bach y el bramido del Cantábrico. En un verano así, transido de frescores y de mañanas limpias, es posible sobrevivir. Incluso se debe poder ser feliz sin necesidad de estar deseando a cada instante que llegue el mes de noviembre.

Y es que ese verano del norte que yo imagino cada tarde es un verano civilizado, condición que nunca pueden alcanzar estos detestables veranos del sur de España, que nos hierven la sangre –bueno, a esto también contribuyen las noticias que cada día nos despachan los periódicos– y que nos ponen en el alma un tanto creciente de barbarie desértica. Lo desolado puede tener su punto de belleza: los ascetas se retiraban a los desiertos para, entre el pedregal y lo lagartos, buscar a Dios. Pero ocurre que el dios salido de los desiertos, de la calor, de los veranos, es un dios de toma pan y moja, un dios enrabietado, vengativo, destructor. Yo estoy convencido de que la historia del mundo hubiera sido muy otra si las grandes religiones hubieran surgido de los valles frescos y verdes del norte del mundo: allí, donde la vida tiene el rostro amable y donde la supervivencia es más fácil, Dios –cualquier dios– no habría puesto nunca un cuchillo en la mano de Abraham ni habría segado la vida de los primogénitos de Egipto –¿no les espanta, y les repugna, esta divinidad que para salvar a sus elegidos acaba con cientos, con miles de niños?–, y no habría adquirido la forma de una zarza que arde y hiere sino de un chopo que tiembla bajo el ventalle del anochecer.

Tengo pocas posibilidades de pasar un verano a lo cántabro, a lo asturiano, a lo gallego: a lo civilizado. Así que seguiré aquí, en este páramo del sur alejado del mar, perdido entre un desierto de olivares polvorientos y tristes, pensando qué libros me llevaría hasta esa casa soñada de Castro Urdiales, Luarca, Laredo o Cervo.

(Publicado en Diario IDEAL el 16 de julio de 2009)

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