viernes, 20 de febrero de 2009

RICOS Y POBRES



En 1315 el Concilio de Vienne catalogó a los usureros como herejes, lo que ofrecía pasaporte directo a la hoguera para aquellos que vivían a costa de la miseria de los otros. Hubo también un tiempo en que los bandoleros se dedicaban a robarle a los ricos –y a colgar a sus esbirros de la rama de un árbol– para darles de comer a los pobres. Eran los siglos en que el dinero viajaba en bolsas y sacos por los caminos del mundo, y no por las carreteras cibernéticas ocultas a los ojos de los mortales. Es de suponer que el cambio en el medio de transporte del dinero ha cambiado también la condición del bandolero, que ahora se dedican a asaltar a los pobres para que no decaiga la manduca de los ricos. ¡Felices tiempos aquellos en que los botines –nunca un apellido cuadró tan bien a una condición– y los escámez y los franciscosgonzález hubiesen sido untados de pez para facilitar la labor de los brotes de encina y de la antorcha! ¡Oh edades pasadas en que los pecheros y menesterosos se regocijaban viendo a un villano apellidado Sebastián balanceándose en el aire de la mañana y a la vera de un sendero!

Pero los tiempos, ay, han cambiado. A mejor, sin duda, aunque haya momentos como estos en los que –arrebatados de desencantos– añoremos aquel afán justiciero de nuestros antepasados. Ahora que el fantasma de la miseria ha ocupado en propiedad el sillón de millones de familias españolas que no tienen trabajo, urgen los bardos como Pérez Reverte que cantan lo merecidas que se tienen dos hostias los desalmados que empujan al caos y a la desesperación a tantas criaturas. Y aunque ya que no es posible aquella justicia primaria y horrorosa de las horcas y las hogueras, no sería bueno olvidar que estamos al borde del cataclismo y que la pobreza no es nunca buena consejera y es peor compañera de viaje. Y que si el 3 de septiembre de 1792 los pobres de París quisieron saciar su ira y su desesperación cortando la cabeza de la princesa de Lambelle, pinchándola en una pica y paseándola por las calles de la revolución, los ricos de ahora no están a salvo de que mañana una rabia les robe sus cabezas. Sobre todo si siguen practicando el despropósito y el cinismo como en este instante, cuando a manos llenas se regala dinero a los bancos y a las eléctricas mientras los trazos más negros emborronan los ojos de los españolitos, que están en el mundo –a duras penas–, que Dios no ha guardado de sus gobernantes y que tienen ya el corazón helado.

Los trabajadores ingleses protestan porque no quiere que se contrate a extranjeros, que cobran menos y soportan más tiranías. No los asustan los de fueran: les da miedo el paro, como a todos. Pero habrá un día en que los trabajadores descubran que quienes los empujan al pozo no son los desesperados que cruzan los mares para pelearse un pedazo de pan: ese día los poderosos del mundo deberían empezar a preocuparse por sus cuellos. En Davos ya han avisado: muy pronto la carne de rico puede empezar a venderse muy barata.

(Publicado en Diario IDEAL el 19 de febrero de 2009)

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