Coinciden filósofos, economistas y sociólogos: un fantasma agita Europa, el de la desazón producida por la crisis. Las huelgas, las manifestaciones y las rebeliones se multiplican por el mapa europeo como setas envenenadas y en las sociedades europeas comienzan a aflorar una desilusión, un desencanto, un desprecio –merecido desprecio– de la clase política. Por ahora, y pese a padecer la crisis con más virulencia que cualquier otro país occidental, los españoles siguen –seguimos– adormilados, dejando claro que somos el tejido social menos musculoso, más esclerotizado y con menos sangre civil y ética de Europa. Pero Gil Calvo avisa que no tardarán en tocarnos los huracanes de la protesta porque el “espejismo mediático” desplegado por Zapatero no “podrá seguir encandilando a la audiencia por mucho tiempo”, y porque pronto la crisis tocará a las clases medias, motores de todas las revoluciones desde que el mundo es mundo.
Los banqueros y los políticos se han reunido en Davos para anunciar que están expeditos los caminos de la catástrofe social. Pero los de Davos están a lo suyo, como siempre, y sólo les espanta el horizonte que vislumbran porque una legión de rebeldes puede incendiar sus sillones. Se merecen lo que anuncian: en todos los países crece la desconfianza hacia sus castas políticas, incapaces de frenar la sangría del paro y el deterioro de las condiciones de vida de las clases populares y medias. El ejemplo de la casta política española es paradigmático: los parados caen como guindas y los políticos están jugando a los espías; unos centímetros de nieve colapsan la capital de la nación, y las administraciones de las que chupan cientos de políticos se dedican a echarse la culpa las unas a las otras y a eximirse de toda responsabilidad; las pequeñas empresas echan el cierre porque carecen de liquidez para continuar trabajando, y el gobierno le regala el dinero a los banqueros, que no cesan en su orgía de beneficios; las familias se ahogan en el desempleo y la asfixia salarial, y las compañías eléctricas –bendecidas por el Ministro de Industria– les roban a golpe de recibo.
Otros países pueden trabar un espíritu de superación, un afán patriótico de compromiso para salir de este agujero, una especie de solidaridad común y compartida, pero aquí sólo nos ofrecen el optimismo ciego y sin argumentos de un presidente que le sopla a las nubes y le danza al dios del sol para ver si escampa pronto. Y todavía hay quienes nos miran sorprendidos porque nos aferramos a un programa sencillo y poderoso que habla de “el esfuerzo y la honradez, el valor y el juego limpio, la tolerancia y la curiosidad, la lealtad y el patriotismo”. El hombre que enunció ese programa es el único que, por ahora, ha tenido el valor de llamar sinvergüenzas a los millonarios que han puesto al mundo en el borde del caos, y tal vez esa voluntad de la esperanza no cambie la realidad, pero nos permite estar de pie –que no es poco– mientras un buenismo de tarados amordaza a España.
(Publicado en Diario IDEAL el 5 de febrero de 2009)
Los banqueros y los políticos se han reunido en Davos para anunciar que están expeditos los caminos de la catástrofe social. Pero los de Davos están a lo suyo, como siempre, y sólo les espanta el horizonte que vislumbran porque una legión de rebeldes puede incendiar sus sillones. Se merecen lo que anuncian: en todos los países crece la desconfianza hacia sus castas políticas, incapaces de frenar la sangría del paro y el deterioro de las condiciones de vida de las clases populares y medias. El ejemplo de la casta política española es paradigmático: los parados caen como guindas y los políticos están jugando a los espías; unos centímetros de nieve colapsan la capital de la nación, y las administraciones de las que chupan cientos de políticos se dedican a echarse la culpa las unas a las otras y a eximirse de toda responsabilidad; las pequeñas empresas echan el cierre porque carecen de liquidez para continuar trabajando, y el gobierno le regala el dinero a los banqueros, que no cesan en su orgía de beneficios; las familias se ahogan en el desempleo y la asfixia salarial, y las compañías eléctricas –bendecidas por el Ministro de Industria– les roban a golpe de recibo.
Otros países pueden trabar un espíritu de superación, un afán patriótico de compromiso para salir de este agujero, una especie de solidaridad común y compartida, pero aquí sólo nos ofrecen el optimismo ciego y sin argumentos de un presidente que le sopla a las nubes y le danza al dios del sol para ver si escampa pronto. Y todavía hay quienes nos miran sorprendidos porque nos aferramos a un programa sencillo y poderoso que habla de “el esfuerzo y la honradez, el valor y el juego limpio, la tolerancia y la curiosidad, la lealtad y el patriotismo”. El hombre que enunció ese programa es el único que, por ahora, ha tenido el valor de llamar sinvergüenzas a los millonarios que han puesto al mundo en el borde del caos, y tal vez esa voluntad de la esperanza no cambie la realidad, pero nos permite estar de pie –que no es poco– mientras un buenismo de tarados amordaza a España.
(Publicado en Diario IDEAL el 5 de febrero de 2009)
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