Baeza es un antídoto contra las prisas del mundo. Lo pensaba esta mañana de verano en que hasta el cielo –cosa de los vencejos– parece desperezarse en velocidades de alegrías efímeras. A mí el verano me agota y con las primeras calores ansío la llegada de los días frescos del otoño, o las noches recogidas de la lluvia invernal: el verano está bien para un par de semanas, pero… ¡para tres meses!… El caso es que maldiciendo el calor me ha venido a la cabeza una noche del pasado febrero en Baeza: llovía y por detrás de la lluvia la Plaza de Santa María se adivinaba como remanso de sosiegos y recinto de tranquilidades. Ya sé que la lluvia transfigura toda realidad y a toda prisa pone una contención: pero en Baeza la lluvia solamente hace más visible la vocación de permanencia que tenemos los hombres siempre derrotados y no la inventa, como sucede en otras ciudades que sin la lluvia no resultan hermosas.
He estado muchas tardes en Baeza y en cada una he descubierto un rostro diferente del tiempo. Yo siempre he pensado que el paso de la vida es una acumulación de caídas pero también de silencios, y Baeza ha sabido conservar los silencios: habla el silencio en la fachada mágica del palacio de Jabalquinto, susurra el silencio en las arquivoltas de la Santa Cruz -¡cuánto tiempo acomodado en esas piedras!–, palmotea infancias el silencio en el patio de la vieja Universidad y se derrama imponente cuando ascendemos hacia la catedral, en el crepúsculo cuajado de campanas que elevan como un sueño sobre el campo. No, no hay en Baeza pretensiones señoriales ni afirmaciones pedantes de un arte privado de humanidad: toda la belleza que se guarda en Baeza está así, dulcemente dormida –pero a la vez vital, soñadora: despierta hacia el futuro– en una frágil consideración de la medida del hombre. Baeza no es una ciudad para aplastar el espíritu, sino para cautivarlo y recogerlo: he ahí la virtud primera del silencio, que es tiempo que vive deteniéndose. Y el espíritu así aprehendido crece y arraiga en sus languideces…. ¿No es acaso Baeza como un desgarrón melancólico de Machado?…
Sí, hay que volver a Baeza para, de tarde en tarde –también en las tardes altas del verano, ya vencida la canícula–, calmar en sus plazas la sed de ser. En esta “Salamanca andaluza” encontró Machado el consuelo suficiente para no quitarse la vida tras la muerte de Leonor. Y aunque consideró que era “un pueblo encanallado” supo recoger las virtudes decantadas por sus silencios y sus hechuras de melancolía: ¿no hay versos de Machado que son enteramente imagen de una tarde en Baeza? Si no tuvieran otros méritos, podrían estas tardes presumir de haber recompuesto el alma rota del poeta que vino aquí sin alma, pues la dejó enterrada en El Espino. Vértigos del mundo, empujones de la existencia, angustias, roturas: basta un paseo lentísimo por Baeza para descubrir que todo el tiempo cabe en una tarde –en un poema, en una lluvia, en la visión del sol mojado– y que el resto es pompa vana.
(Publicado en Diario IDEAL el 31 de julio de 2008)
He estado muchas tardes en Baeza y en cada una he descubierto un rostro diferente del tiempo. Yo siempre he pensado que el paso de la vida es una acumulación de caídas pero también de silencios, y Baeza ha sabido conservar los silencios: habla el silencio en la fachada mágica del palacio de Jabalquinto, susurra el silencio en las arquivoltas de la Santa Cruz -¡cuánto tiempo acomodado en esas piedras!–, palmotea infancias el silencio en el patio de la vieja Universidad y se derrama imponente cuando ascendemos hacia la catedral, en el crepúsculo cuajado de campanas que elevan como un sueño sobre el campo. No, no hay en Baeza pretensiones señoriales ni afirmaciones pedantes de un arte privado de humanidad: toda la belleza que se guarda en Baeza está así, dulcemente dormida –pero a la vez vital, soñadora: despierta hacia el futuro– en una frágil consideración de la medida del hombre. Baeza no es una ciudad para aplastar el espíritu, sino para cautivarlo y recogerlo: he ahí la virtud primera del silencio, que es tiempo que vive deteniéndose. Y el espíritu así aprehendido crece y arraiga en sus languideces…. ¿No es acaso Baeza como un desgarrón melancólico de Machado?…
Sí, hay que volver a Baeza para, de tarde en tarde –también en las tardes altas del verano, ya vencida la canícula–, calmar en sus plazas la sed de ser. En esta “Salamanca andaluza” encontró Machado el consuelo suficiente para no quitarse la vida tras la muerte de Leonor. Y aunque consideró que era “un pueblo encanallado” supo recoger las virtudes decantadas por sus silencios y sus hechuras de melancolía: ¿no hay versos de Machado que son enteramente imagen de una tarde en Baeza? Si no tuvieran otros méritos, podrían estas tardes presumir de haber recompuesto el alma rota del poeta que vino aquí sin alma, pues la dejó enterrada en El Espino. Vértigos del mundo, empujones de la existencia, angustias, roturas: basta un paseo lentísimo por Baeza para descubrir que todo el tiempo cabe en una tarde –en un poema, en una lluvia, en la visión del sol mojado– y que el resto es pompa vana.
(Publicado en Diario IDEAL el 31 de julio de 2008)
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