El mar nos dice lo que somos y por eso no podemos ser nada sin el mar. Quienes vivimos en estas tierras áridas y hostiles del interior hacemos de la nostalgia marina una especie de plano para sobrevivir: el mar construye una cartografía del corazón y la rellena de algas y delfines y de recuerdos imposibles, y con las narraciones legendarias de las mañanas en que la humanidad fue feliz frente a las gaviotas, en las costas áticas. Nuestra civilización nació a la historia en un trasiego de estibadores y pescadores, entre gavias y jarcias y anclas: en medio de aquella laboriosa mañana de verano tuvo que existir un hombre incapaz de convertir en oro el oleaje o las criaturas del mar, un hombre que aspiró las praderas del aire salado mientras soñaba islas lejanas y tesoros hundidos, o héroes que recorren los mares buscando sirenas y gigantes y que regresan luego a Ítaca para soñar con los amores contrariados de Circe. Debió ser este hombre –pensativo y alejado en medio del trasiego de los puertos– el que descubriera que “todo lo bello es triste mientras exista el tiempo”. Y de ese hombre nostálgico que anuncia que estamos hechos con ruinas de mar, nace lo que nosotros hoy pensamos y sentimos y lloramos.
El mar propone una belleza, la más perfecta de todas pero también la más triste: todo en el mar sirve para decir adiós y recordar el tiempo que se esfuma entre los dedos partidos de la vida. Miramos el mar y sabemos que una tarde, en una de esas olas que rompen en espumas perfectas, seremos arrastrados hasta los cementerios de galeones, hasta las estepas oceánicas donde descansan todos los naufragios de la historia: no vuelan los muertos hacia las estrellas, que se hunden en el mar buscando su primer canto vital, perdido entre bancos de jureles y corales. Y en ese descubrimiento de la finitud, ¿qué queda para la felicidad? Queda todo, queda la felicidad radiante y entera: porque, ¿no es acaso la felicidad una mañana que asciende con la luz del alba henchida por el olor de la sal y el vuelo de los cormoranes? El mar –que se viene y se va, que se pasa y se queda, que se calma y se encrespa– es nuestra única patria posible porque somos retazos de la memoria de los océanos: sentados frente al mar sabemos que mañana no estaremos, y esta canción derrotada acuna al corazón desde el primer día en que se enfrenta al sol centelleante sobre la inmensidad salobre. Quien ha visto el mar ya siempre es preso de su olor y su rumor, que nuestra vida entera es un camino largo que nació en las playas desiertas el día en que no existían los dioses.
Estamos tejidos por las memorias del mar y en él nos hundiremos lentamente con el reflujo de la tarde última. Sentados sobre los acantilados adquirimos conciencia de nuestra propia finitud: tenemos ronca la garganta de gritar sobre los mares –“la voz de la mar me asorda”– y siempre están solos nuestro corazón y el mar. ¿Por qué no abrimos los postigos de nuestras estancias frías para que se inunden de mares y de soles?
(Publicado en Diario IDEAL el 21 de agosto de 2008)
El mar propone una belleza, la más perfecta de todas pero también la más triste: todo en el mar sirve para decir adiós y recordar el tiempo que se esfuma entre los dedos partidos de la vida. Miramos el mar y sabemos que una tarde, en una de esas olas que rompen en espumas perfectas, seremos arrastrados hasta los cementerios de galeones, hasta las estepas oceánicas donde descansan todos los naufragios de la historia: no vuelan los muertos hacia las estrellas, que se hunden en el mar buscando su primer canto vital, perdido entre bancos de jureles y corales. Y en ese descubrimiento de la finitud, ¿qué queda para la felicidad? Queda todo, queda la felicidad radiante y entera: porque, ¿no es acaso la felicidad una mañana que asciende con la luz del alba henchida por el olor de la sal y el vuelo de los cormoranes? El mar –que se viene y se va, que se pasa y se queda, que se calma y se encrespa– es nuestra única patria posible porque somos retazos de la memoria de los océanos: sentados frente al mar sabemos que mañana no estaremos, y esta canción derrotada acuna al corazón desde el primer día en que se enfrenta al sol centelleante sobre la inmensidad salobre. Quien ha visto el mar ya siempre es preso de su olor y su rumor, que nuestra vida entera es un camino largo que nació en las playas desiertas el día en que no existían los dioses.
Estamos tejidos por las memorias del mar y en él nos hundiremos lentamente con el reflujo de la tarde última. Sentados sobre los acantilados adquirimos conciencia de nuestra propia finitud: tenemos ronca la garganta de gritar sobre los mares –“la voz de la mar me asorda”– y siempre están solos nuestro corazón y el mar. ¿Por qué no abrimos los postigos de nuestras estancias frías para que se inunden de mares y de soles?
(Publicado en Diario IDEAL el 21 de agosto de 2008)
1 comentario:
Nuestros pensamientos son como las olas del mar, van y vienen, pero nuestra memoria es como el mismo mar, siempre está ahí.., enhorabuena amigo Manolo por este canto al sentimiento.
Un abrazo Pepe.
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