Presumimos de poder crear humanos en un laboratorio y de mandar naves a Marte. Nos vanagloriamos de conocer recónditas cadenas de ADN y de comer sandías sin pepitas. Exhibimos orgullosos un armamento capaz de destruir toda forma de vida en un instante. Y creemos que somos libres porque hay países en los que todavía nos dejan decir lo que pensamos, y nos permiten votar para que los poderosos sigan haciendo lo que les da la gana. Vivimos totalmente satisfechos de que en nosotros culmine el accidentado camino que la humanidad ha recorrido desde que un simio africano se irguiera sobre las piernas para otear el horizonte de los dioses. Y sin embargo nunca como hoy ha sido tan estúpida y tan cruel la humanidad: vivimos una edad de mierda, no de oro. Y es bueno recordarlo ahora que se celebran los Juegos Olímpicos en ese fangal de sangre y oprobio que es la China comunista.
No ha habido hombres más felices sobre los montes y bajo los cielos que los griegos de la Antigüedad, aquellos que miraban el mar azul de Ulises desde la tierra cuajada de sol y cipreses y de olivos sagrados. Esos hombres que inventaron la filosofía y el teatro, los que surcaron los mares buscando sirenas y le rezaban a unos dioses puteros revelados a través de las más bellas historias que nunca hayamos soñado los humanos. Los mismos hombres que un día del que no tenemos memoria decidieron honrar a esas divinidades de rostro humano junto al fuego sagrado de Olimpia, donde, en las mañanas del verano, los atletas desnudos ganaban para sus ciudades los laureles de la gloria.
Aquellos Juegos Olímpicos siguen intactos en el fondo de nuestra civilización, y ejemplifican un patriotismo de los hombres libres y una honra que no es la del dinero: que el honor sea una corona de laurel que el tiempo marchita en los templos de la ciudad del vencedor, a los pies de las estatuas de mármol. Para los griegos no contaban las plusmarcas y los récords y las estadísticas, y no había servilismo con la tiranía: para poder participar en los Juegos había que tener la condición de ciudadano. O sea: la condición de libre, porque no puede correr quien tiene los pies amarrados con argollas y cadenas. Olimpia y sus memorias –entre las ruinas y los pinares– siguen siendo un relicario de lo más luminoso de nuestra historia.
Pero otra vez vamos a ensuciar la plenitud griega a la que todo debemos. Ya sucedió en los juegos de Hitler, en 1936; ahora, los Juegos Olímpicos se van a celebrar en China y van a ser presididos por los criminales del Partido Comunista que atormenta a millones de seres humanos, y en ellos participarán súbditos de tiranías africanas y asiáticas, hombres a los que se ha privado de su condición de libres. Nos hemos encargado de sentar a un tirano oriental en las escalinatas del templo de Hera mientras Olimpia celebra sus Juegos. Los esclavos no jugaban en Olimpia, pero el gran mercado chino nos enseña que hoy todos somos esclavos del dinero: “sic transit gloria mundi”.
(Publicado en Diario IDEAL, ediciones de Jaén y Almería, el 14 de agosto de 2008)
No ha habido hombres más felices sobre los montes y bajo los cielos que los griegos de la Antigüedad, aquellos que miraban el mar azul de Ulises desde la tierra cuajada de sol y cipreses y de olivos sagrados. Esos hombres que inventaron la filosofía y el teatro, los que surcaron los mares buscando sirenas y le rezaban a unos dioses puteros revelados a través de las más bellas historias que nunca hayamos soñado los humanos. Los mismos hombres que un día del que no tenemos memoria decidieron honrar a esas divinidades de rostro humano junto al fuego sagrado de Olimpia, donde, en las mañanas del verano, los atletas desnudos ganaban para sus ciudades los laureles de la gloria.
Aquellos Juegos Olímpicos siguen intactos en el fondo de nuestra civilización, y ejemplifican un patriotismo de los hombres libres y una honra que no es la del dinero: que el honor sea una corona de laurel que el tiempo marchita en los templos de la ciudad del vencedor, a los pies de las estatuas de mármol. Para los griegos no contaban las plusmarcas y los récords y las estadísticas, y no había servilismo con la tiranía: para poder participar en los Juegos había que tener la condición de ciudadano. O sea: la condición de libre, porque no puede correr quien tiene los pies amarrados con argollas y cadenas. Olimpia y sus memorias –entre las ruinas y los pinares– siguen siendo un relicario de lo más luminoso de nuestra historia.
Pero otra vez vamos a ensuciar la plenitud griega a la que todo debemos. Ya sucedió en los juegos de Hitler, en 1936; ahora, los Juegos Olímpicos se van a celebrar en China y van a ser presididos por los criminales del Partido Comunista que atormenta a millones de seres humanos, y en ellos participarán súbditos de tiranías africanas y asiáticas, hombres a los que se ha privado de su condición de libres. Nos hemos encargado de sentar a un tirano oriental en las escalinatas del templo de Hera mientras Olimpia celebra sus Juegos. Los esclavos no jugaban en Olimpia, pero el gran mercado chino nos enseña que hoy todos somos esclavos del dinero: “sic transit gloria mundi”.
(Publicado en Diario IDEAL, ediciones de Jaén y Almería, el 14 de agosto de 2008)
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