Un día, si es posible que el mundo recupere la cordura, será necesario reinventar las estaciones. Y habrá entonces que escribir palabras nuevas para nombrar la primavera. No sirven ya –porque hemos borrado los tránsitos entre estaciones– los viejos nombres. ¿Cómo nombrar el milagro del tiempo cuando todo sucede durante todo el año? Hay flores en enero y melones en diciembre, pero ni las flores huelen a flores ni sabe a melón el melón: todo es plástico. ¿Qué lugar queda para la magia de las estaciones en este afán de supermercado rebosante que nos embarga? Ahora, las tardes de enero tienen vicios abrileños, que los trescientos sesenta y cinco días del año son como una primavera eterna y por lo tanto postiza. Poco sirve de este mundo que convirtiendo el año en una primavera permanente, la ha destruido.
Hay que templar los ímpetus de este progreso biónico, tecnológico y nuclear (endemoniado) que supera la medida del hombre y de la naturaleza y cava una zanja hacia la que caminamos como sombras náufragas, entre neblinas. Hay que frenar. Porque unos metros más allá está el abismo: tenemos que volver a una vida más humana, más sincera, más “primitiva”. A mí me parece que en Granada puede ensayarse esta reinvención de la vida nueva y de la primavera. Y es que el corazón se me quedó en Granada. Y sé que ya sólo allí puedo ser feliz.
En un marzo lejano descubrí el recóndito susurro de la Fuente del Avellano y comprendí que es ese un buen lugar para trazar alegrías. Fui joven en los años en los que la Vega todavía no había sido destruida, cuando se podían intuir las huertas frescas y verdes desde el Cerro del Sol –una de las vistas más hermosas que pueda tener el ser humano–. En Granada se adivina un rumor de fuentes oscuras y se sabe entonces por qué Lorca sólo pudo ser granadino: la poesía lorquiana tiene más de primavera umbrosa de musgos y piedras mojadas que del agua soleada y brillante del Generalife. Porque Granada –ciudad hecha por la delicada costumbre de la luz– sólo en la sombra encuentra su esencia verdadera. De ahí su pasión por los árboles, por el agua, de ahí esa capacidad para atraparnos y ya no dejar que salga a flote nuestro corazón: la sombra acoge y hace germinar y en ella cuaja esta melancolía que produce vivir lejos de Granada.
Se deshiló mi corazón en las tardes largas de mayo, cuando era mejor beber cerveza en cualquier plazoleta cuajada de añoranzas que asistir a clase. Allí, sí, a los pies de la Alhambra, se me quedó el corazón. Y allí me gustaría que un día –¡ah primavera que no veré terminar!– me dieran la tierra última: bajo la hierba húmeda, en la orilla del Darro, a la sombra del puente del Cadí oyendo siempre la campana de la Vela o la de Santa Ana, alimentado –con mi cuerpo vencido de granadino imposible– las flores de una primavera que fuera nuevamente el tiempo comprendido entre el amoroso frío de enero y el calor callejero de julio.
(Publicado en Diario IDEAL, ediciones de Jaén y Granada, el día 22 de mayo de 2008)
Hay que templar los ímpetus de este progreso biónico, tecnológico y nuclear (endemoniado) que supera la medida del hombre y de la naturaleza y cava una zanja hacia la que caminamos como sombras náufragas, entre neblinas. Hay que frenar. Porque unos metros más allá está el abismo: tenemos que volver a una vida más humana, más sincera, más “primitiva”. A mí me parece que en Granada puede ensayarse esta reinvención de la vida nueva y de la primavera. Y es que el corazón se me quedó en Granada. Y sé que ya sólo allí puedo ser feliz.
En un marzo lejano descubrí el recóndito susurro de la Fuente del Avellano y comprendí que es ese un buen lugar para trazar alegrías. Fui joven en los años en los que la Vega todavía no había sido destruida, cuando se podían intuir las huertas frescas y verdes desde el Cerro del Sol –una de las vistas más hermosas que pueda tener el ser humano–. En Granada se adivina un rumor de fuentes oscuras y se sabe entonces por qué Lorca sólo pudo ser granadino: la poesía lorquiana tiene más de primavera umbrosa de musgos y piedras mojadas que del agua soleada y brillante del Generalife. Porque Granada –ciudad hecha por la delicada costumbre de la luz– sólo en la sombra encuentra su esencia verdadera. De ahí su pasión por los árboles, por el agua, de ahí esa capacidad para atraparnos y ya no dejar que salga a flote nuestro corazón: la sombra acoge y hace germinar y en ella cuaja esta melancolía que produce vivir lejos de Granada.
Se deshiló mi corazón en las tardes largas de mayo, cuando era mejor beber cerveza en cualquier plazoleta cuajada de añoranzas que asistir a clase. Allí, sí, a los pies de la Alhambra, se me quedó el corazón. Y allí me gustaría que un día –¡ah primavera que no veré terminar!– me dieran la tierra última: bajo la hierba húmeda, en la orilla del Darro, a la sombra del puente del Cadí oyendo siempre la campana de la Vela o la de Santa Ana, alimentado –con mi cuerpo vencido de granadino imposible– las flores de una primavera que fuera nuevamente el tiempo comprendido entre el amoroso frío de enero y el calor callejero de julio.
(Publicado en Diario IDEAL, ediciones de Jaén y Granada, el día 22 de mayo de 2008)
3 comentarios:
Como siempre, maravilloso. Qué tiempos, Manolo. La calle Ruiseñor, el viaje al Territorio Comanche de Pérez Reverte desde un banco de la estación de tren, los churros domingueros, abre que soy Melero, la sorpresa en la moto de Renegado.....
Por cierto, me debes un frigo-menta.
Espléndido, Manolo; me has transportado a mis años granadinos y esta nostalgia que lleva conmigo cinco años se ha convertido en locura por un paseo al abrigo de su Catedral, o un atardecer en el Albaicín o una tarde soleada al reflejo de la Alhambra. Eso sí, con una buena "ligá" en mi añorado barrio de "Los doctores". Un abrazo.
Magnífico artículo. Un granaíno.
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