Como no podía ponerme de acuerdo para escribir sobre el 2 de mayo, he tenido que convocar sesión plenaria de mis yos. Les cuento.
Por un lado andaba mi parte española pidiendo un artículo navajero que le diese estopa a los gabachos, en justa venganza por los fusiles napoleónicos que disparan en el cuadro de Goya y por las fresas pisoteadas en las carreteras de la Gascuña. Enfrente estaban mis multitudes afrancesadas, recordándome la triste historia de España tras la victoria del bando patriótico.
Y sí, al final ha podido más la herencia afrancesada que la trabucaire y patilluda de los muertos de hambre que el 2 de mayo se alzaron contra Napoleón. Y he escrito el artículo pensando en los derrotados más derrotados de la historia, que no fueron las tropas invasoras y ladronas ni los currosjiménez que arrojaban franchutes vivos a los pozos: los verdaderos derrotados de la guerra fueron los españoles que soñaron una España mejor. Ellos perdieron aquel 2 de mayo –eran españoles para el invasor y traidores para los españoles– y han perdido ya siempre todas las batallas. La suya es una voz que apenas puede oírse: son altas las tapias de los cementerios donde duermen la libertad y la dignidad. Pero, ay, cuando se escucha esa voz, no se olvida jamás.
Sí, fue tumultuosa la asamblea convocada para escribir este artículo. Hasta que los libres y los dignos alzaron la mano frágil, la temblorosa voz y recordaron que aquel gesto de dignidad que protagonizó el pueblo de Madrid –el pueblo hambriento, sucio, arrabalero: no los señoritos ni los obispos ni los patriotas profesionales– no acabó en las laderas de la Montaña del Príncipe Pío sino en la mar de Málaga, un día sin sol en que a Torrijos y sus compañeros les disparan los que siempre tienen la boca llena con el nombre de patria. Y recordaron a Machado, que dijo que si hay que partirse la cara por España los “señoritos invocan la patria y la venden” mientras el pueblo –que no la nombra ni la vitorea– “la compra con su sangre y la salva”. Y aquí mis yos vencidos determinaron el tono insulso y poco patriótico de este artículo, tan inapropiado para una víspera de fervores rojigualdas.
Tras hablar mis multitudes afrancesadas, liberales, republicanas –todas mis muchedumbres derrotadas–, se produjo como un silencio: callaba mi yo español, pues supo inútil su brillo patriotero y fue consciente de que el gesto del 2 de mayo es un espejismo. Porque aquel sacrificio de los pobres no trajo la libertad: porque se vitorearon luego las cadenas, porque en 1823 el Borbón de la baba sangrienta invitó a los franceses a matar libertades y españoles, porque se abrieron las puertas de España para que sus hijos mejores murieran lejos de la tierra que amaron, tantos hijos abatidos en tantas guerras olvidadas, tantas tumbas por el mundo en que duermen los sueños mejores de España, lejos de este sol que nos ciega con la rabia y la envidia.
Por un lado andaba mi parte española pidiendo un artículo navajero que le diese estopa a los gabachos, en justa venganza por los fusiles napoleónicos que disparan en el cuadro de Goya y por las fresas pisoteadas en las carreteras de la Gascuña. Enfrente estaban mis multitudes afrancesadas, recordándome la triste historia de España tras la victoria del bando patriótico.
Y sí, al final ha podido más la herencia afrancesada que la trabucaire y patilluda de los muertos de hambre que el 2 de mayo se alzaron contra Napoleón. Y he escrito el artículo pensando en los derrotados más derrotados de la historia, que no fueron las tropas invasoras y ladronas ni los currosjiménez que arrojaban franchutes vivos a los pozos: los verdaderos derrotados de la guerra fueron los españoles que soñaron una España mejor. Ellos perdieron aquel 2 de mayo –eran españoles para el invasor y traidores para los españoles– y han perdido ya siempre todas las batallas. La suya es una voz que apenas puede oírse: son altas las tapias de los cementerios donde duermen la libertad y la dignidad. Pero, ay, cuando se escucha esa voz, no se olvida jamás.
Sí, fue tumultuosa la asamblea convocada para escribir este artículo. Hasta que los libres y los dignos alzaron la mano frágil, la temblorosa voz y recordaron que aquel gesto de dignidad que protagonizó el pueblo de Madrid –el pueblo hambriento, sucio, arrabalero: no los señoritos ni los obispos ni los patriotas profesionales– no acabó en las laderas de la Montaña del Príncipe Pío sino en la mar de Málaga, un día sin sol en que a Torrijos y sus compañeros les disparan los que siempre tienen la boca llena con el nombre de patria. Y recordaron a Machado, que dijo que si hay que partirse la cara por España los “señoritos invocan la patria y la venden” mientras el pueblo –que no la nombra ni la vitorea– “la compra con su sangre y la salva”. Y aquí mis yos vencidos determinaron el tono insulso y poco patriótico de este artículo, tan inapropiado para una víspera de fervores rojigualdas.
Tras hablar mis multitudes afrancesadas, liberales, republicanas –todas mis muchedumbres derrotadas–, se produjo como un silencio: callaba mi yo español, pues supo inútil su brillo patriotero y fue consciente de que el gesto del 2 de mayo es un espejismo. Porque aquel sacrificio de los pobres no trajo la libertad: porque se vitorearon luego las cadenas, porque en 1823 el Borbón de la baba sangrienta invitó a los franceses a matar libertades y españoles, porque se abrieron las puertas de España para que sus hijos mejores murieran lejos de la tierra que amaron, tantos hijos abatidos en tantas guerras olvidadas, tantas tumbas por el mundo en que duermen los sueños mejores de España, lejos de este sol que nos ciega con la rabia y la envidia.
(Publicado en Diario IDEAL el día 1 de mayo de 2008)
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