Todo comenzó a las tres de la mañana, en Los Buñoleros, donde no había caracoles pero sí café reparador y copas para los que tuvieron cuerpo. Y luego, como cada madrugada de Romería desde hace siglos, el camino hacia Guadalupe. Estaba oscura la noche, muy oscura, que se dibujaba la luna –afilada y lejana– en el costado del oriente. La primera parada frente al cementerio; y el primer temblor que recorre la piel con una emoción antigua, recordando a los que tantas veces “bajaron a por la Virgen” y ya son sólo polvo sobre los mapas de la historia. Y luego, el paso largo y la tertulia en la oscuridad y las risas.
Y, por qué negarlo, cierto nerviosismo. No sé, pero esta madrugada me siento extraño. Es como si concurrieran en mí muchas generaciones de ubetenses, como si un testigo centenario me hubiera sido entregado. Es como si sintiera tremolar todas las emociones que otros muchos sintieron antes que yo. Y las sintieron en situaciones peores: porque ahora, ir a por la Virgen no deja de ser una fiesta, un motivo de alegría, una ocasión de compartir con los amigos un momento extraño, mágico. Pero ha habido muchas veces en que bajar hasta el Gavellar fue la urgencia de la guerra, de la langosta, el horror de la peste, del cólera, la agonía de la sequía, del temporal... y este camino que recorrimos a oscuras se tuvo que recorrer con las luces del alma también apagadas, buscando un faro, una esperanza, que estaba allí, entre los trigales que ya casi han sido arrasados por los Sánchez Díaz. Es este inmenso legado espiritual el que ahora se pierde, ahogado por nuevas modas, por nuevas fiestas, por nuevas devociones. Y pese a todo quedamos un puñado de ubetenses que bajamos en la noche alta de mayo hasta el Gavellar.
Bueno, pues que entre estos pensamientos y entre la charla con los amigos y entre las risas, transcurrió el camino. Y luego, ya en Guadalupe, aún de madrugada, la bota de vino y los ochíos y el chorizo y el tocino. Y la sensación otra vez del tiempo antiguo, que viene en esta comida de todos los tiempos que huye de los refinamientos de restaurante minimalista.
Son muchas las emociones de esta madrugada, pero todas concurren en el momento en que la Virgen sale por la puerta del santuario. Ahí muchos no pueden contener las lágrimas y seguro que suben bebiéndoselas cuando comienza el ascenso por la cuesta, que Juan ha definido bien: "es muy de Úbeda". Y ya en la aldea el rato mejor con los amigos alrededor de la cerveza y la llegada de las romeras de las doce con las niñas, que pasaron un día inolvidable, y la vuelta hacia Úbeda con la Virgen y el calor asfixiante. Y la parada en el cementerio (ya la Virgen encarada a él) recordando a tantos que tantas tardes pasaron por allí con sus plegarias de alegría, con sus nostalgias, con sus recuerdos. Y la llegada a Úbeda y el recibimiento de Andrés Sáez y Santa María, que nadie sabe cuándo se va a abrir.
Escribir de la romería es repetir las mismas emociones que el pasado año vivimos por vez primera. Pero este año pueden haber sido mejores, porque estábamos todos los amigos, que a Pepe, Alfonso y a mí se nos sumaron Paco, Juan y el Parri, y Jero y Maricarmen. Y es tal vez ese el milagro definitivo que operan esas horas mágicas: que se crea la hermandad del cansancio, la hermandad de los que unidos entorno a una imagen diminuta aprecian el valor de lo que cuesta trabajo conseguir, de lo que requiere esfuerzo, que sólo entonces tiene sentido la recompensa. Y tienen valor estas horas por lo que sueña y por lo que se revive y por lo que se espera del mañana. Que lo que se espera es que esa niña de ojos azules (esa Carmen que nos llena de alegrías y que estrenó el jueves su condición de romera de medalla, pañuelo y bastón) pueda un día bajar con sus amigos hasta el Gavellar y presuma de haberlo heredado de sus padres y de todos sus titos en la amistad.
Y, por qué negarlo, cierto nerviosismo. No sé, pero esta madrugada me siento extraño. Es como si concurrieran en mí muchas generaciones de ubetenses, como si un testigo centenario me hubiera sido entregado. Es como si sintiera tremolar todas las emociones que otros muchos sintieron antes que yo. Y las sintieron en situaciones peores: porque ahora, ir a por la Virgen no deja de ser una fiesta, un motivo de alegría, una ocasión de compartir con los amigos un momento extraño, mágico. Pero ha habido muchas veces en que bajar hasta el Gavellar fue la urgencia de la guerra, de la langosta, el horror de la peste, del cólera, la agonía de la sequía, del temporal... y este camino que recorrimos a oscuras se tuvo que recorrer con las luces del alma también apagadas, buscando un faro, una esperanza, que estaba allí, entre los trigales que ya casi han sido arrasados por los Sánchez Díaz. Es este inmenso legado espiritual el que ahora se pierde, ahogado por nuevas modas, por nuevas fiestas, por nuevas devociones. Y pese a todo quedamos un puñado de ubetenses que bajamos en la noche alta de mayo hasta el Gavellar.
Bueno, pues que entre estos pensamientos y entre la charla con los amigos y entre las risas, transcurrió el camino. Y luego, ya en Guadalupe, aún de madrugada, la bota de vino y los ochíos y el chorizo y el tocino. Y la sensación otra vez del tiempo antiguo, que viene en esta comida de todos los tiempos que huye de los refinamientos de restaurante minimalista.
Son muchas las emociones de esta madrugada, pero todas concurren en el momento en que la Virgen sale por la puerta del santuario. Ahí muchos no pueden contener las lágrimas y seguro que suben bebiéndoselas cuando comienza el ascenso por la cuesta, que Juan ha definido bien: "es muy de Úbeda". Y ya en la aldea el rato mejor con los amigos alrededor de la cerveza y la llegada de las romeras de las doce con las niñas, que pasaron un día inolvidable, y la vuelta hacia Úbeda con la Virgen y el calor asfixiante. Y la parada en el cementerio (ya la Virgen encarada a él) recordando a tantos que tantas tardes pasaron por allí con sus plegarias de alegría, con sus nostalgias, con sus recuerdos. Y la llegada a Úbeda y el recibimiento de Andrés Sáez y Santa María, que nadie sabe cuándo se va a abrir.
Escribir de la romería es repetir las mismas emociones que el pasado año vivimos por vez primera. Pero este año pueden haber sido mejores, porque estábamos todos los amigos, que a Pepe, Alfonso y a mí se nos sumaron Paco, Juan y el Parri, y Jero y Maricarmen. Y es tal vez ese el milagro definitivo que operan esas horas mágicas: que se crea la hermandad del cansancio, la hermandad de los que unidos entorno a una imagen diminuta aprecian el valor de lo que cuesta trabajo conseguir, de lo que requiere esfuerzo, que sólo entonces tiene sentido la recompensa. Y tienen valor estas horas por lo que sueña y por lo que se revive y por lo que se espera del mañana. Que lo que se espera es que esa niña de ojos azules (esa Carmen que nos llena de alegrías y que estrenó el jueves su condición de romera de medalla, pañuelo y bastón) pueda un día bajar con sus amigos hasta el Gavellar y presuma de haberlo heredado de sus padres y de todos sus titos en la amistad.
2 comentarios:
Bonito recuerdo para los que ya no están con nosotros y gozan del sueño de los justos, y mejor reflexión romera.
Un saludo
Amigo Manuel, permíte a otro Manuel, te de la enhorabuena por este artículo que me hace poner los vellos como escarpias y desear que mañana sea la víspera del 1º de mayo de nuevo.
Un Saludo y un fuerte abrazo.
P.D. Me siento honrado de poder escribir en este tu "libro de bitácora" tan lleno de pensamientos y buenso sentimientos.
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