No sé dónde leí el otro día algo de un decálogo de la felicidad. Inmediatamente me pregunté si es posible tal cosa. O sea: ¿puede alguien hacer un decálogo, una lista de diez cosas, que supuestamente dan la felicidad? A mí me resulta imposible. De hecho, esta entrada en el Cuaderno iba a ser eso, mi decálogo de la felicidad. Pero he tenido que abandonar la empresa: o soy demasiado torpe o me conozco demasiado poco o no es nada fácil sintetizar en diez asuntos la felicidad. Diez asuntos que, por de más, deberían darse todos juntos para que pudiéramos ser felices. De tal modo que podríamos haber redactado nuestras maravillosas tablas con los diez mandamientos del feliz y luego, faltándonos uno, seríamos desgraciados. No sé, no sé, pero creo que todo esto viene dado por una manía que en el mundo actual se ha acentuado: la de hacer listas, la de encerrarlo todo en la jaula de la lista, como si el mundo no fuese más amplio y más hermoso por amplio, como un mar sin fin que nadie puede encerrar. Pienso que no cabe la felicidad en una lista, porque lo abarca todo (cambiante y fugaz: la vida), pero desde luego animo a que si alguien es capaz de hacer ese decálogo (pero uno suyo, no uno copiado de la red, que eso también lo sé hacer yo) lo cuelgue por aquí. Me resulta curioso –sanamente curioso– esa introspección que puede hacer una persona. Yo soy incapaz de tanto, pese a gustarme estar solo o en silencio, meditando.
Lo primero que uno tiene que preguntarse cuando piensa en este tema de la felicidad es si uno puede, realmente, ser feliz. Yo cada día soy más pesimista, pero aún así pienso que sí, que la felicidad es posible. Pero la felicidad va más allá de lo meramente material, con ser esto importante. La felicidad es, tal vez, la cara que mi mujer acaba de poner cuando ha visto en su Nintendo no sé cuántas decenas de juegos. O lo que yo siento ahora mismo escuchando la “Sinfonía española” de Lalos. Desde luego es tener unos recursos materiales mínimos que te aseguren la vida digna, la posibilidad de viajar y conocer otros mundos, otras gentes o los ratos que uno pasa con los amigos. En este sentido sí creo que la felicidad es algo individual, netamente individual: uno, para ser feliz, necesita ser con otros, pero la batalla para conseguir la felicidad depende exclusivamente de la voluntad que uno le ponga al asunto. Aquí no valen medias tintas ni ayudas externas. Hay que luchar para ser feliz, hay que imponer el estado de la felicidad, pese a tanta gente como anda por ahí empeñada en hacernos la vida imposible.
Leía el otro día en el periódico que la panda de bandidos que manejan el Ministerio de Industria están dándole vueltas a la idea de subir la luz un 30%. ¿Esto nos roba felicidad? No sé, pero desde luego ayuda a complicar la ya complicada situación de muchas familias españolas y la angustia por el día a día sí que hace más difícil la felicidad. Y a esto es a lo que yo quería llegar: la felicidad debe imponerse contra los enemigos de la felicidad, que son esos que desde ayuntamientos o ministerios o empresas se dedican, día sí día también, a putear la delicada búsqueda de la felicidad en que cada ser humano –cada ser humano digno, bueno, sensible– empeña su vida. Se trata de ser felices, sí: frente a la política y la economía, contra ellas, frente a los tiranos de la amargura.
Yo no sé cuál es mi decálogo de la felicidad: pero a tientas voy buscando un camino en el que los pies sangran pero que lleva hacia la luz. Tal vez nunca llegue, ¡pero es tan hermoso caminar!... aunque sea sobre cristales.
Lo primero que uno tiene que preguntarse cuando piensa en este tema de la felicidad es si uno puede, realmente, ser feliz. Yo cada día soy más pesimista, pero aún así pienso que sí, que la felicidad es posible. Pero la felicidad va más allá de lo meramente material, con ser esto importante. La felicidad es, tal vez, la cara que mi mujer acaba de poner cuando ha visto en su Nintendo no sé cuántas decenas de juegos. O lo que yo siento ahora mismo escuchando la “Sinfonía española” de Lalos. Desde luego es tener unos recursos materiales mínimos que te aseguren la vida digna, la posibilidad de viajar y conocer otros mundos, otras gentes o los ratos que uno pasa con los amigos. En este sentido sí creo que la felicidad es algo individual, netamente individual: uno, para ser feliz, necesita ser con otros, pero la batalla para conseguir la felicidad depende exclusivamente de la voluntad que uno le ponga al asunto. Aquí no valen medias tintas ni ayudas externas. Hay que luchar para ser feliz, hay que imponer el estado de la felicidad, pese a tanta gente como anda por ahí empeñada en hacernos la vida imposible.
Leía el otro día en el periódico que la panda de bandidos que manejan el Ministerio de Industria están dándole vueltas a la idea de subir la luz un 30%. ¿Esto nos roba felicidad? No sé, pero desde luego ayuda a complicar la ya complicada situación de muchas familias españolas y la angustia por el día a día sí que hace más difícil la felicidad. Y a esto es a lo que yo quería llegar: la felicidad debe imponerse contra los enemigos de la felicidad, que son esos que desde ayuntamientos o ministerios o empresas se dedican, día sí día también, a putear la delicada búsqueda de la felicidad en que cada ser humano –cada ser humano digno, bueno, sensible– empeña su vida. Se trata de ser felices, sí: frente a la política y la economía, contra ellas, frente a los tiranos de la amargura.
Yo no sé cuál es mi decálogo de la felicidad: pero a tientas voy buscando un camino en el que los pies sangran pero que lleva hacia la luz. Tal vez nunca llegue, ¡pero es tan hermoso caminar!... aunque sea sobre cristales.
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