El progre es un personaje más bien ateillo para el que todas las religiones no son iguales: convencido de que los cristianos son una patulea de intransigentes fanáticos, ha descubierto en el Islam infinitas posibilidades para promocionar la democracia y los derechos de la mujer. Por eso pide que se quiten las cruces de las escuelas –le encanta molestar a los beatos– y pone su multicultural grito en el cielo –islámico cielo, por supuesto– si alguien duda que el pañuelo que llevan las niñas a las escuelas sea símbolo de liberación.
El progre tiene un buen trabajo y un buen sueldo. Y pisos. Y locales. Y vive en una casita repleta de comodidades, que a los ojos del cambio climático su gasto energético es inocente como la caca de los bebés, que no huele. Y tiene chalet en una playa apartada y no urbanizable, según conviene a su espíritu bohemio. Y aunque ruge contra el pelotazo urbanístico, justifica su chalet porque es necesario para su creatividad alternativa (el progre es muy cultural y creativo, eso sí que es verdad). Tiene coche lujosillo y moto, que queda más chip. Y compra ropa alternativa y cara, desenfadada y de marca, para parecerse a Ramoncín. Y, como éste, tiene muchas y progresistas normas para todo el mundo.
El progre –que es muy políticamente correcto– se desvive por la igualdad entre hombres y mujeres y escribe “ell@s”. Y es defensor de los inmigrantes e inmigrantas y de sus derechos. Pero el progre tiene en su casa una dominicana, una ecuatoriana o una española pobre –tanto da– que limpia y plancha y cocina: le paga diez euros al día, que una cosa es pedir que los cabrones de los empresarios paguen sueldos justos –el progre es muy sindicalista– y otra tener que pagarlo él.
Al progre no le van valores como la disciplina y el esfuerzo y cree que todo quisqui tiene que tener lo que quiera, valga o no para ello: eso es la igualdad del progre, que habla mucho y bien, muy literariamente, porque lee a Gala, sigue los programas de Sardá y está encantado con que Boris Izaguirre haya empezado por el Planeta su carrera hacia el Nobel. Y es que el progre es efervescente, chispeante y defensor a ultranza de propiciar un diálogo de franca distensión que permita hallar un marco previo que garantice una premisa etcétera, etcétera…
En fin, que el progre es más feliz que un pincho y está encantado de haberse conocido: se sabe elegido por el destino para educar a los que viven en las tinieblas de la incultura cavernícola y así cualquiera. Porque el progre es, sobre todo, un educador convencido de que el mundo irá sobre ruedas cuando se deje regir por el catecismo de las maravillas progres. ¡Ah, los progres, que no necesitan abuelas porque ellos se bastan para saber lo necesarios que son para que la humanidad viva felizmente guiada por el principio de que todos los hombres son iguales… pero los progres son más iguales que todos los demás!
(PD para suspicaces progres y multiculturales: donde dice “el progre” léase “la progre” y no se enfade nadie).
El progre tiene un buen trabajo y un buen sueldo. Y pisos. Y locales. Y vive en una casita repleta de comodidades, que a los ojos del cambio climático su gasto energético es inocente como la caca de los bebés, que no huele. Y tiene chalet en una playa apartada y no urbanizable, según conviene a su espíritu bohemio. Y aunque ruge contra el pelotazo urbanístico, justifica su chalet porque es necesario para su creatividad alternativa (el progre es muy cultural y creativo, eso sí que es verdad). Tiene coche lujosillo y moto, que queda más chip. Y compra ropa alternativa y cara, desenfadada y de marca, para parecerse a Ramoncín. Y, como éste, tiene muchas y progresistas normas para todo el mundo.
El progre –que es muy políticamente correcto– se desvive por la igualdad entre hombres y mujeres y escribe “ell@s”. Y es defensor de los inmigrantes e inmigrantas y de sus derechos. Pero el progre tiene en su casa una dominicana, una ecuatoriana o una española pobre –tanto da– que limpia y plancha y cocina: le paga diez euros al día, que una cosa es pedir que los cabrones de los empresarios paguen sueldos justos –el progre es muy sindicalista– y otra tener que pagarlo él.
Al progre no le van valores como la disciplina y el esfuerzo y cree que todo quisqui tiene que tener lo que quiera, valga o no para ello: eso es la igualdad del progre, que habla mucho y bien, muy literariamente, porque lee a Gala, sigue los programas de Sardá y está encantado con que Boris Izaguirre haya empezado por el Planeta su carrera hacia el Nobel. Y es que el progre es efervescente, chispeante y defensor a ultranza de propiciar un diálogo de franca distensión que permita hallar un marco previo que garantice una premisa etcétera, etcétera…
En fin, que el progre es más feliz que un pincho y está encantado de haberse conocido: se sabe elegido por el destino para educar a los que viven en las tinieblas de la incultura cavernícola y así cualquiera. Porque el progre es, sobre todo, un educador convencido de que el mundo irá sobre ruedas cuando se deje regir por el catecismo de las maravillas progres. ¡Ah, los progres, que no necesitan abuelas porque ellos se bastan para saber lo necesarios que son para que la humanidad viva felizmente guiada por el principio de que todos los hombres son iguales… pero los progres son más iguales que todos los demás!
(PD para suspicaces progres y multiculturales: donde dice “el progre” léase “la progre” y no se enfade nadie).
(Publicado en Diario IDEAL el 29 de noviembre de 2007)
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