lunes, 12 de noviembre de 2007

LÍRICA DE LAS CAMPANAS



Se ha declarado la guerra preventiva contra las campanas y está siendo sonada la batalla de Jaén, donde un vecino pretende poner sordina a las campanas de la catedral. Se olvidan algunos de que igual que hay palabras fundadoras –tierra, pan, madre– hay sonidos fundadores –el canto del gallo, el rumor del mar, el llanto del niño… el sonido de las campanas–. Sonidos que cimientan un alma, los recuerdos, aquello sobre lo que existimos. Los centros históricos son bellos porque evocan y rescatan, porque conjugan en tiempo presente todos los tiempos idos. Y para esto son imprescindibles las campanas, que interpretan un guión escrito hace muchos siglos pero no por ello menos actual y necesario.

¿Nos pertenece el sonido de las campanas? Seguramente no, porque las campanas forman parte de nuestra herencia comunal, que no es sólo las calles o los museos; también están ahí –inventariados en los registros de la memoria– el sonido de las campanas y el sabor del vino. Lo inmaterial nos pertenece porque sustancia el alma. Por eso no podemos prescindir del cántico de las campanas, que es como una poesía sobre los tejados. En el frío de la noche, Machado encontró a Soria “tan bella bajo la luna” mientras la campana de la Audiencia daba las una. Hay ahora quien no quiere que los poetas escuchen las horas escurriéndose sobre el bronce: acabará molestándonos hasta el frío de las una y los iluminados denunciarán a los que luchen contra el calentamiento del planeta. Por lo que pueda pasar, me quedo en las trincheras del frío y las campanas, disparando con recuerdos de Burgos: la mañana de afilado frío, la nieve en el camino de la Cartuja. Y un balcón abierto para llenar la habitación con el sonido de las campanas de la catedral: júbilo de bronce rompiendo contra el denso algodón del cielo gris, campanas que estallaron su canto antiguo “en la paz de los aires”, que diría Juan Ramón Jiménez.

Hay pueblos desmemoriados: han perdido el sonido de sus campanas. Úbeda es uno de ellos. Mi infancia está llena del sonido de la campana de la Torre del Reloj: grave, jubilosa o urgente, según los casos, testigo sonoro de nuestra historia. Pero desde un tiempo acá la campana del Reloj está cascada: su sonido quebrado no molestaría al silencioso vecino de Jaén, que viviendo a la sombra de la torre de la muralla difícilmente oiría el latir de un esquilón que data de 1574 y pesa 123 arrobas y 14 libras. Aquí, ese vecino jugaría con ventaja, porque será difícil que alguna vez el ayuntamiento devuelva a la campana su voz vieja de aire y anchuras, esa con que anunció la declaración de la ciudad como Patrimonio de la Humanidad. Ahora es un cencerro, que arrastra su agonía por los aires cada hora.

Como esta campana ubetense querrían muchos ver a todas las campanas que llenan el cielo de azules eternidades. El campanicidio está en marcha, por lo que habrá que ir rindiendo homenajes últimos a las campanas: ya sabemos que hoy las campanas no doblan por nosotros sino por ellas mismas.

(Publicado en Diario IDEAL el 8 de noviembre de 2007)

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