El barro se ha convertido en la gran metáfora de la
Europa del último siglo. Entre 1914 y 2016, toda la historia de Europa parece
resumirse y condensarse en dos lodazales.
El barrizal de tierra, lluvia, sangre y vísceras
pisoteadas de las trincheras de Verdún o del Marne fue el punto de partida de
un sueño europeo que cuajó tras la experiencia del barro y las cenizas de
Auschwitz.
El barrizal de Idomeni, en la frontera de Grecia
con Macedonia, certifica que el proyecto carece de contenido. Los niños que han
recorrido a pie o en los brazos de sus padres miles de kilómetros, huyendo de
la guerra, y que se encuentran en territorio de la Unión llenos de barrio,
llorando, hambrientos, empapados de lluvia y tiritando de frío, enfermos, esos
niños testifican que Europa ya no existe.
Existe, sí, otra cosa que se llama Europa (con sus políticos, con sus costosas burocracias e instituciones, con sus sus planes de beneficencia para lavar conciencias), pero que no es Europa. Existe una cosa que se llama Europa y que no es más que una excusa para justificar los sufrimientos causados por las políticas que se idean en los despachos de Berlín y de Bruselas.
Existe, sí, otra cosa que se llama Europa (con sus políticos, con sus costosas burocracias e instituciones, con sus sus planes de beneficencia para lavar conciencias), pero que no es Europa. Existe una cosa que se llama Europa y que no es más que una excusa para justificar los sufrimientos causados por las políticas que se idean en los despachos de Berlín y de Bruselas.
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