martes, 8 de marzo de 2016

CUANDO EUROPA DEJÓ DE SER EUROPA




El imaginario europeo es un vasto territorio moral que, desde los tiempos del Renacimiento, la Reforma y la Ilustración, se ha venido construyendo con la aspiración de habilitar un espacio en la tierra donde no fuera posible que los humanos volviesen a sentir vergüenza de ser humanos. Podríamos hacer una larga lista con los valores morales que se han ido agregando al ideal de una Europa unida: la libertad, la dignidad de la persona, la solidaridad, la compasión, el justo reparto de la riqueza, la acogida del que sufre, el respeto de los derechos de las minorías y un largo etcétera.

Fue necesario el horror de los años 30 y de la II Guerra Mundial para que Europa se afirmase como un proyecto diferente ante el mundo que acaba de derrotar al fascismo y en el que aún se enseñoreaba el terror de los regímenes comunistas. De aquella Europa en ruinas y llena de viudas, huérfanos y desplazados surge la voz potente a favor de la unión de los estados europeos: una unión que hiciera posible que Europa pudiera volver a mirarse, sin sonrojar, en el espejo de la historia.

El pacto fundacional de lo que conocemos como Unión Europea es un pacto, básicamente, entre la socialdemocracia y la democracia cristiana, o sea, entre las dos fuerzas ideológicas que alentadas de un humanismo de altos vuelos, entienden que Europa necesita una cura de humanidad y que apuestan por construir una política con las zonas templadas del espíritu y de rosto humano en la que concurra lo mejor del legado histórico de Occidente. El pacto fundacional se basa también en el reconocimiento implícito de que el potencial alemán es tan grande, que necesita ser controlado para no convertirse en un cáncer que colonizase todo el cuerpo europeo.

Quizá el origen ideológico de la fundación de la Unión explica su quiebra actual: desaparecidas del panorama político, tras 1989, tanto la socialdemocracia como la democracia cristiana, el proyecto europeo se ha quedado sin valedores. Porque defender esta Unión sin alma europea que desde hace décadas defienden los líderes europeos, no puede ser, en ningún caso, defender la Unión Europea. Esto de hoy es una cosa muy distinta de aquella Europa con la que soñaban los fundadores de  la postguerra mundial. Quizá la quiebra de la Unión se explica también porque se ha convertido en un mero apéndice burocrático al servicio del Reich Alemán construido sobre las divisiones financieras del euro y tomado por la doctrina del control del déficit sean cuales sean los sufrimientos que esto cause.

La socialdemocracia y la democracia cristiana han sido sustituidas por fuerzas ideológicas que nada tienen que ver con el ideario fundacional. Populismos de (extrema) derecha y de (extrema) izquierda que surgen como setas espoleados por un descontento ciudadano sin parangón desde los años 30 y que responden a las políticas del neoliberalismo, que han sido las que han socavado todos los principios morales, toda la arquitectura ética y todo el armazón humanista que sostenían la Unión Europea. Liberales de nuevo cuño, que defienden una política granítica, angulosa, sin ninguna capacidad de empatía con los sufrimientos humanos. Líderes sin ideas, dispuestos a pactar con el diablo con tal de mantener el aparato desnudo de la Unión Europea, sin valores, sin principios, sin moral, sin ética. El sueño de los líderes europeos de 2016 es mantener una Unión Europea sin Europa: un aparato despiadado y sin valores.

La Unión Europea ya no puede ser sinónimo de libertad, de solidaridad o de compasión con los que sufren. Lo fue para la generación de nuestros abuelos, pero para la de nuestros hijos la Unión Europea es la impulsora y la justificadora de los recortes si piedad en los servicios públicos, en la asistencia social o en los derechos de los trabajadores; la Unión Europea de nuestros hijos será la que no duda en pactar con los conservadores británicos la destrucción de los valores europeos para mantener “Europa”; la Unión Europea es, desde hoy, la que pacta con esa Turquía en la que el islamismo carcome la democracia y el pluralismo político y social, para convertir a Turquía en un gran campo de refugiados donde arrojar, como fardos de carne podrida, a los niños, a las mujeres y a los ancianos que vienen huyendo de las guerras de Oriente Medio y que ahora quedarán al cuidado del gobierno Erdogan, que no sólo no garantiza la protección de los derechos humanos sino que es un creciente peligro para los mismos. La Unión Europea es ya la que viene consintiendo, durante todo el invierno, que en los campos de la frontera entre Grecia y Macedonia  duerman miles de niños sobre el barro y bajo la lluvia, enfermos, sin alimentos ni tiendas de campaña, después de haber recorrido a pie miles de kilómetros y de haberse jugado la vida cruzando el Egeo en barcas de juguete.

La Unión Europea nació para que hubiese un lugar en la tierra en el que no hubiese que sentir vergüenza de ser humanos. Pero hoy, cuando desde Grecia nos llega el clamor de un sufrimiento que no se veía en nuestros países desde las matanzas nazis y desde la ocupación soviética, hoy, cuando se firma con Turquía el pacto más vergonzoso desde el firmado por Daladier y Chamberlein en Munich en 1938, hoy, la bandera azul de las estrellas amarillas sólo puede mirarse con asco. Y con vergüenza. Con la misma vergüenza que no quisieron que sintiéramos quienes habían contemplado las columnas de humo de los campos de exterminio y  las masas de niños y mujeres vagando por las fronteras, huyendo de la muerte. 

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