El imaginario europeo es un vasto territorio moral
que, desde los tiempos del Renacimiento, la Reforma y la Ilustración, se ha
venido construyendo con la aspiración de habilitar un espacio en la tierra
donde no fuera posible que los humanos volviesen a sentir vergüenza de ser
humanos. Podríamos hacer una larga lista con los valores morales que se han ido
agregando al ideal de una Europa unida: la libertad, la dignidad de la persona,
la solidaridad, la compasión, el justo reparto de la riqueza, la acogida del
que sufre, el respeto de los derechos de las minorías y un largo etcétera.
Fue necesario el horror de los años 30 y de la II
Guerra Mundial para que Europa se afirmase como un proyecto diferente ante el
mundo que acaba de derrotar al fascismo y en el que aún se enseñoreaba el
terror de los regímenes comunistas. De aquella Europa en ruinas y llena de viudas,
huérfanos y desplazados surge la voz potente a favor de la unión de los estados
europeos: una unión que hiciera posible que Europa pudiera volver a mirarse,
sin sonrojar, en el espejo de la historia.
El pacto fundacional de lo que conocemos como Unión
Europea es un pacto, básicamente, entre la socialdemocracia y la democracia
cristiana, o sea, entre las dos fuerzas ideológicas que alentadas de un
humanismo de altos vuelos, entienden que Europa necesita una cura de humanidad
y que apuestan por construir una política con las zonas templadas del espíritu
y de rosto humano en la que concurra lo mejor del legado histórico de
Occidente. El pacto fundacional se basa también en el reconocimiento implícito
de que el potencial alemán es tan grande, que necesita ser controlado para no
convertirse en un cáncer que colonizase todo el cuerpo europeo.
Quizá el origen ideológico de la fundación de la
Unión explica su quiebra actual: desaparecidas del panorama político, tras
1989, tanto la socialdemocracia como la democracia cristiana, el proyecto
europeo se ha quedado sin valedores. Porque defender esta Unión sin alma
europea que desde hace décadas defienden los líderes europeos, no puede ser, en
ningún caso, defender la Unión Europea. Esto de hoy es una cosa muy distinta de
aquella Europa con la que soñaban los fundadores de la postguerra mundial. Quizá la quiebra de la
Unión se explica también porque se ha convertido en un mero apéndice burocrático
al servicio del Reich Alemán construido sobre las divisiones financieras del
euro y tomado por la doctrina del control del déficit sean cuales sean los
sufrimientos que esto cause.
La socialdemocracia y la democracia cristiana han
sido sustituidas por fuerzas ideológicas que nada tienen que ver con el ideario
fundacional. Populismos de (extrema) derecha y de (extrema) izquierda que
surgen como setas espoleados por un descontento ciudadano sin parangón desde
los años 30 y que responden a las políticas del neoliberalismo, que han sido
las que han socavado todos los principios morales, toda la arquitectura ética y
todo el armazón humanista que sostenían la Unión Europea. Liberales de nuevo
cuño, que defienden una política granítica, angulosa, sin ninguna capacidad de
empatía con los sufrimientos humanos. Líderes sin ideas, dispuestos a pactar
con el diablo con tal de mantener el aparato desnudo de la Unión Europea, sin
valores, sin principios, sin moral, sin ética. El sueño de los líderes europeos
de 2016 es mantener una Unión Europea sin Europa: un aparato despiadado y sin
valores.
La Unión Europea ya no puede ser sinónimo de
libertad, de solidaridad o de compasión con los que sufren. Lo fue para la
generación de nuestros abuelos, pero para la de nuestros hijos la Unión Europea
es la impulsora y la justificadora de los recortes si piedad en los servicios
públicos, en la asistencia social o en los derechos de los trabajadores; la
Unión Europea de nuestros hijos será la que no duda en pactar con los
conservadores británicos la destrucción de los valores europeos para mantener “Europa”;
la Unión Europea es, desde hoy, la que pacta con esa Turquía en la que el
islamismo carcome la democracia y el pluralismo político y social, para
convertir a Turquía en un gran campo de refugiados donde arrojar, como fardos
de carne podrida, a los niños, a las mujeres y a los ancianos que vienen
huyendo de las guerras de Oriente Medio y que ahora quedarán al cuidado del
gobierno Erdogan, que no sólo no garantiza la protección de los derechos
humanos sino que es un creciente peligro para los mismos. La Unión Europea es
ya la que viene consintiendo, durante todo el invierno, que en los campos de la
frontera entre Grecia y Macedonia duerman
miles de niños sobre el barro y bajo la lluvia, enfermos, sin alimentos ni
tiendas de campaña, después de haber recorrido a pie miles de kilómetros y de
haberse jugado la vida cruzando el Egeo en barcas de juguete.
La Unión Europea nació para que hubiese un lugar en
la tierra en el que no hubiese que sentir vergüenza de ser humanos. Pero hoy,
cuando desde Grecia nos llega el clamor de un sufrimiento que no se veía en
nuestros países desde las matanzas nazis y desde la ocupación soviética, hoy,
cuando se firma con Turquía el pacto más vergonzoso desde el firmado por
Daladier y Chamberlein en Munich en 1938, hoy, la bandera azul de las estrellas
amarillas sólo puede mirarse con asco. Y con vergüenza. Con la misma vergüenza que
no quisieron que sintiéramos quienes habían contemplado las columnas de humo de
los campos de exterminio y las masas de
niños y mujeres vagando por las fronteras, huyendo de la muerte.
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