lunes, 6 de agosto de 2012

GANARSE LA VIDA






Tenemos hijos y queremos pensar que les entregamos algo maravilloso; y consideramos la existencia como el mejor regalo que recibimos y que damos. La consideración de la vida como una dádiva que se transmiten las generaciones ha creado la expresión que la define: “el regalo de la vida”. Pero la sabiduría popular ha intuido las trampas que esconde el regalo de la vida. Y por eso distinguimos entre “la vida regalada” y el tener que “ganarse la vida”, que son dos vidas de diferente olor, sabor, visión, sonido y tacto. ¿Quiere decir esto que no es la vida un regalo para todos los que nacen? Quiere decir que en cuanto la vida se considera como algo más que la pura biología el regalo ya no lo es tanto, al menos para la mayoría.

La naturaleza nos equipa de serie con el hambre, la sed, el sueño, las ansias sexuales y la escatología evacuatoria. Ese es “el regalo” que recibimos, ese es nuestro “pan debajo del brazo”. Y descontado ese paquete se termina el regalo para la mayor parte de los nacidos, que con el primer llanto comienzan la lucha para ganarse la vida, su vida. Porque salvo para los vástagos de las familias reales o de la nobleza y para los niños bien de los banqueros o los grandes empresarios, la vida no viene envuelta en papel charol y con lazos de tafetán dorado. No; para el común de los mortales la vida es algo que hay que ir arañando en el granito del día a día, dejándose las uñas en el empeño sin garantía de éxito, con la posibilidad del fracaso —se puede luchar para ganarse la vida y al final llegar exhaustos y derrotados a la meta de la muerte— merodeando siempre como una hiena a nuestro alrededor. Para unos pocos la vida es una renta de cuyos intereses se vive y desde que nacen tienen resueltos todos los interrogantes y saben que podrán dedicarse, sin más, a disfrutar los placeres que convierten la vida en algo amable. La vida regalada es una vida sin preocupaciones ni esfuerzos: la vida regalada no tiene noches en blanco ni hipotecas ni finales de mes. Puede, tal vez, que en la vida regalada quite el sueño el puesto que asignado en la partida de caza o el estado de limpieza del yate, pero todo lo demás ya viene dado y está atado y bien atado. Pero lo normal no es esto, lo mayoritario es tener que ganarse la vida. Para un puñado la vida es retiro y mirador: para el resto es campo de batalla, barco en la tormenta, viaje sin mapas ni brújulas.

Ganarse la vida es tarea dura. Porque la vida —eso a lo que llamamos vida: la felicidad de lo cotidiano, el vivir sin la angustia de no saber cómo se arreglará la papeleta del mañana— es como una pepita de oro aplastada bajo toneladas de roca. ¿Basta con saber que existe ese mineral precioso para poder llegar al rincón en que se oculta? No; no basta la sola voluntad de las personas para conseguir la vida, para ganarla: la vida no tiene cartografías ni direcciones, y en demasiadas ocasiones el resultado de la lucha dependerá de por donde soplen los vientos del azar y las corrientes de la suerte. La vida es zarandeo. Al buscarnos la vida nos convertimos en mineros existenciales: la vida se pelea en medio de la oscuridad de lo cotidiano, guiados sólo por la vacilante lámpara de la esperanza o la ilusión, queriendo creer que con cada golpe que se da en la pared se abre una fuente de luz tal vez no para nosotros pero sí al menos para nuestros hijos.

Los tiempos duros han puesto de moda la expresión: toca ganarse la vida, que se ha vuelto más exclusiva, más inaccesible. La vida no es regalo y lo estamos viendo en las calles de nuestros pueblos, imagen de la España de Carpanta: son cada vez más los que se ganan la vida vendiendo en las esquinas manojos de laurel, puñados de alcaparras o cajas de brevas. ¿No tienen la impresión de que los de la vida regalada se quieren apropiar hasta de las migajas que nosotros teníamos que ganarnos?

(IDEAL, 2 de agosto de 2012)

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