jueves, 30 de agosto de 2012

EXALTACIÓN





La imagen de agosto es la del tiempo atravesado por la plenitud solar en una mezcolanza casi inverosímil de cualidades físicas y predicados líricos de lo existente: agosto es sobre todo una exaltación de la vida, de la pura vida desnudada de aditamentos, una exaltación pagana y orgiástica, báquica, una especie de bacanal de la luz, de la fruta, una entrega pródiga del tiempo que se nos hace para que podamos disponer de la vida como dueños y señores absolutos de la misma, sin más ansias que las propias del querer vivir y perdurar, en una exaltación radical de lo netamente carnal, de lo corporal en su más dichosa plenitud. En la orilla del mar, embargados por el rumor monótono de las olas que resume la lentitud con la que el Universo se ha ido amasando a lo de largo de millones y millones de años, contemplando la multitud de padres que construyen castillos de arena para sus hijos, las muchachas floridas de nalgas y senos bronceados, los niños que juguetean con la espuma y las burbujas que chispean en la arena húmeda, se siente esa plena posesión del tiempo. Como también se siente bajo la sombra tupida de un álamo y a la orilla de una piscina en una tarde de calor insoportable, cuando la modorra de la siesta es bombardeada por el tren de artillería de las chicharras, que lanzan las salvas de su cansino canto sin pretensión de terminar, en un inmenso frente de batalla incruenta que se extiende por entre los olivares sedientos y el campo amarillo, tranzando sobre la tierra cuarteada y los matorrales secos una invisible trinchera sonora que repite como un eco asfixiante el repiqueteo de metralleta disparado por el abdomen de las cigarras, cuando toda la existencia se ha detenido en la escala básica, primaria de lo existente: el olor del café recién hecho, la risa de los niños que se bañan, el compás pausado de la respiración somnolienta, el zumbido monocorde de las avispas y las moscas y los abejorros.

Es esa la grandeza de agosto: que en la inmensidad de sus horas vacías de ocupación y preocupación nos brinda la oportunidad de… no hacer nada. Y no hacer nada es la mejor manera de poder atender lo genésico que somos, lo fundador que palpita en el fondo de nuestra carne. No existe otra manera mejor de disponer del tiempo a manos llenas que no tener nada que hacer con el tiempo, o sea, que poder hacer con el tiempo lo que nos de la gana. Para poseer el tiempo hay que tener la oportunidad de poder “malgastarlo”: la oportunidad de poder gastarlo, entregarlo, de poder cambiarlo por los placeres realmente gratuitos. “¿Qué haces?”, parece preguntarnos el afán cotidiano de las obligaciones que se sienten ultrajadas con la pereza a la que nos entregamos en agosto con voracidad de amantes arrebatados de deseo sexual. “Nada, no hago nada”, le respondemos nosotros desde la interminable y calurosa extensión ilimitada de las horas de agosto. ¿No hacemos nada en agosto? En realidad agosto nos permite realizar lo importante, habiendo aparcado por unas semanas lo urgente y lo necesario. Agosto nos permite comer un arroz con gallopedro –que es un pescado que transustancia el alimento en milagro marino– acompañado por vino insustancial charlando con unos amigos durante una sobremesa llena de sol y tranquilidad; agosto nos permite acariciar la piel suavísima de la mujer que amamos, erizándonos la carne de deseos; agosto nos entrega la risa casta de los niños regados por el agua salada y la arena caliente del mar; agosto nos regala el inmaculado latido del universo, adentrándonos en el fondo de la materia y en el campo misterioso de lo físico.

Para eso está agosto: para no tener nada que hacer. Para no tener ninguna empresa que acometer ni ningún plan que abordar. Para entregarnos a la pereza, a la gula, a la lujuria, a la soberbia de creernos dioses. Para poder pecar sabiéndonos perdonados de antemano por el sol.

(IDEAL, 23 de agosto 2012)

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