viernes, 9 de marzo de 2012

TEMBLAR ANTE SU NOMBRE





Es difícil —vuelven a hacer difícil— conjugar las ideas progresistas, liberales, socialdemócratas, y un sano patriotismo español. Y ello, pese a que lo mejor, lo más limpio y cristalino del pensamiento español de los últimos doscientos años, está ligado a la idea patriótica nacida en las Cortes de Cádiz y mantenida por la Institución Libre de Enseñanza, Emilio Castelar y Pi y Margall, Antonio Machado y García Lorca, Julián Besteiro y Manuel Azaña, y que choca con la España rancia —la España “de charanga y pandereta”— de Canovas del Castillo, José María Pemán, la Asociación Católica de Propagandistas y “Manolete”. Resulta que los españoles progresistas tenemos en heredad una España decente, una España conformada por valores plenamente europeos y modernos, una España cuya aportación filosófica y ética a la historia del progresismo europeo es más importante de lo que nos creemos, resulta todo eso y... y sin embargo nos cuesta trabajo sentirnos españoles y España se nos atraganta, su idea se nos clava en la garganta como una espina.

No hay que extrañarse. En estos días escuchar el nombre de “España” provoca pánico entre quienes creemos en la virtud moral suprema de lo público, entre quienes seguimos aferrados a los valores de la solidaridad social, la libertad individual o los derechos de los trabajadores. Para justificar cualquier tropelía —una reforma laboral “muy agresiva”, el cierre de quirófanos mientras los pacientes esperan en sus casas devorados por la enfermedad, la aparición de síntomas de malnutrición en los niños de familias machacadas por la crisis— se dice que se hace “por el bien de España”. Toda la medicina brutal, radical, despiadada, que se aplica al cuerpo social español se justifica diciendo que hoy todos los españoles lo pasaremos mal pero que mañana —¿qué mañana va a quedarnos después de la crisis?— España agradecerá este sufrimiento y resurgirá y florecerá y volverán banderas victoriosas y bla, bla, bla... Para salvar a España, los nuevos inquisidores del neoliberalismo, los fanáticos del ajuste y del déficit cero, estos torquemadas travestidos de amantes de la libertad, para salvar a España, digo, están dispuestos a sembrar los hogares de los españoles de lágrimas, de desesperación, de angustia, de desesperanza. Lo advertía Miguel de Unamuno: “Los que lo ven todo claro, son espíritus oscuros”; y esa oscuridad es la que reluce en la mirada torva de los que invocan el nombre de España para dinamitar controladamente lo que tanto constó conseguir, la precaria felicidad de los humildes.

Pero en realidad esto tampoco es nuevo. Lo advertía Juan de Mairena cuando le decía a sus alumnos que en los trances más duros los señoritos —los poderosos, los banqueros, los políticos— invocan el nombre de la patria y la venden, mientras que el pueblo —el que no nombra a España, el que tiembla por sus hijos cuando oye el nombre de España—, es el que la compra, antes con su sangre, ahora con sus desesperanzas y sus lunes al sol. Lo único bueno que hay en el trasfondo de esta crisis que están pagando sus víctimas y no quienes la provocaron, es que ha quitado las caretas de todos los rostros. Gracias a la crisis hemos descubierto que no éramos tan ricos ni tan prósperos ni tan modernos como pensábamos. Gracias a la crisis hemos descubierto que durante demasiados años hemos galopado sobre un caballo de cartón que se ha deshecho entre los charcos de la tormenta. Gracias a la crisis hemos descubierto que la Transición fue una impostura y que aquel pacto social y nacional ha saltado por los aires en cuanto la derecha ha tenido la oportunidad de llevar a cabo, sin ataduras, la revolución conservadora que restablece la España eterna de la limosna y la peineta, la madrastra sin entrañas que nos hace temblar ante su nombre.

(IDEAL, 8 de marzo de 2012)

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