sábado, 28 de noviembre de 2009

UNA HISTORIA DE AMOR





En Carta a D. Historia de un amor André Gorz le cuenta a Dorine Keir la biografía de su amor, lo que para él significo amarla. Dorine vivió muchos años atormentada por un cáncer de endometrio y por una aracnoiditis, y Gorz la cuidó con la paciencia del amante en una de esas hermosas casas decimonónicas del campo francés, alejados del tumulto y de la medicina convencional. Estaban solos el uno para el otro, el uno con el otro. Allí, ella pudo haber sido feliz –se lo dice con Gorz con ternura– si la enfermedad no la hubiera consumido en dolores.

El libro destila pasión, compasión, comprensión: habla del amor y de la vida en pareja, que es crecer con la persona que se quiere. Pero los párrafos finales no pueden leerse sin que un nudo apriete en la garganta. Están escritas desde la certeza del fin: André y Dorine seguramente habían hablado de su vejez, de su soledad, de la tragedia que sería agostarse sin poder ayudarse, devorados por los años. André y Dorine querían morir juntos, el mismo día, de la misma manera, y el 22 de septiembre de 2007 se inyectaron una sustancia letal. Murieron abrazados en su casa de Vosnon, no sabemos si oyendo a Kathleen Ferrier cantando los versos de Gluck que dicen que “El mundo está vacío/ no quiero vivir más”. Algunas noches André veía la silueta de un hombre caminando detrás un coche fúnebre en el que viaja Dorine, ya muerta. Y le dice que no quiere asistir a su incineración ni que le den un bote con sus cenizas, y que se despierta cuando oye la voz delicadísima de Ferrier cantando esos versos. “A ninguno de los dos nos gustaría tener que sobrevivir a la muerte del otro”: ninguno quiere quedarse en ese mundo vacío e inhóspito que la muerte inaugura con la ausencia de la persona amada.

Gorz es un anciano de más de ochenta años cuando escribe esta carta de amor. Pero es un anciano enamorado: confiesa que hace poco volvió a enamorarse de Dorine y que está poseído por “un vacío devorador que sólo sacia tu cuerpo apretado contra el mío”. De pronto, en esas palabras cuajadas de melancolía y de tristeza y cercadas por la inminencia del fin –la proximidad de la muerte ha dotado al filósofo de una clarividencia mágica– resuenan algunos de los más bellos versos de amor. ¿No se anuncia en ese amor postrero el polvo enamorado de Quevedo? ¿No está el amante André diciéndole a la amada Dorine que “con la lengua muerta y fría en la boca/ pienso mover la voz a ti debida”? El amor, claro, es una forma de vivir juntos, pero para Gorz es también una manera de morir juntos, porque sabe que cuando lo amado muere, muere una parte del amante, tal vez la parte fundamental de su persona. Y entonces el mundo está vacío, pero no tanto, pues las palabras del amor “harán parar las aguas del olvido”. Morir amando y quedarse en lo amado. Amar con la intensidad de los huesos y los músculos, creciendo cada día en el amor. “Recién acabas de cumplir ochenta y dos años. Y sigues siendo bella, elegante y deseable. Hace cincuenta y ocho años que vivimos juntos y te amo más que nunca.” Todo está dicho.

(Publicado en Diario IDEAL el día 27 de noviembre de 2009)

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