viernes, 20 de noviembre de 2009

EL ESTUDIO DEL ARTISTA




Los estudios de los artistas tiene algo sagrado, mágico, como si guardaran un misterio al que el resto de los hombres no podemos acceder. Cuando se atraviesa la puerta del estudio de Antonio Espadas –pequeño, todo lo pulcro que puede estar el lugar donde pinta un pintor, situado al final de una escalera difícil– uno se siente preso en la red invisible de algo que de tener nombre debería ser “arte”, supongo yo. En ese espacio ha pintado Espadas sus cuadros en los que los paisajes de Úbeda descansan sobre el lienzo llenos de luz, quietísimos. Allí están los testigos del laborioso proceso creador: los pinceles limpios o todavía con restos de pintura; los tubos de óleo y la caja de acuarelas, como un muestrario de caramelos; los cuadros amontonados contra la pared y los retratos que los amigos –Góngora, Pepe Dueñas...– y el hijo han hecho del artista; mascarillas de barro como testigos funerarios de no sabemos que rituales antiguos; la mesa en la que Antonio pinta y traza los cuadros, el boceto de una acuarela sobre el caballete con la iglesia de San Pablo todavía en ciernes, como detenida en una lejana Edad Media de manchas esbozadas o presentimientos de agua coloreada...

Diego Rivera, Hubert Robert o Jan Vermeer pintaron el estudio en el que creaban, en el que cada día trabajaban para dar forma exacta y precisa de lo bello. ¿Qué es el arte? Es difícil definirlo en este tiempo en que las grandes ferias de lo artístico confunden lo bello con lo postizo o con lo realmente asqueroso, como esa “Mierda de artista” de Piero Manzini. El argumento de que cualquier cosa salida de la cabeza del “artista” es arte ha puesto al arte verdadero en un apuro, lo ha abandonado en una retirada. Y por eso es necesario volver a los estudios de los artistas para intuir una definición del arte. ¿Qué es el arte? Lo que sale de ese recinto íntimo en el que la luz se declina sobre las formas de los edificios, sobre los rostros de las personas que sirvieron de modelos y que son ya química fosilizada sobre la tela blanca, la carpeta sorprendente en la que Antonio Espadas guarda una colección de acuarelas que apresan con la levedad de lo numinoso los espacios de Úbeda, todavía hermosos.

Hay un magisterio en el oficio del artista que urge reivindicar. Por lo que tiene de minucioso, de constante, por su capacidad de mirar. El acto íntimo de la creación es un acto definitivo de soberanía personal, de independencia frente al mundo y sus estupideces. Al crear, el artista da forma plástica, palpable, a aquello que su mirada ha apresado en el tiempo herido. A través de su laboriosidad el artista congela las emociones que palpitan en su interior, su visión del mundo. En realidad, el artista trabaja como un artesano del arte, con la paciencia del padre que espera el nacimiento del hijo y luego lo acuna. Con la emoción del que siente que la luz del mundo lo atraviesa pidiendo paso en el cuadro, que es así retal de una época, testigo de un momento. Eso –pienso– es lo que yo sentí la tarde de noviembre en el estudio de Antonio Espadas.

(Publicado en Diario IDEAL el 19 de noviembre de 2009)

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