Hace unos años Edward O. Wilson avisaba que la humanidad está dejando atrás el cenozoico, o edad de los mamíferos, para entrar en el eremozoico, o era de la soledad. El prestigioso darwiniano no realiza profecías: señala que la acción del hombre sobre el medio ambiente está produciendo la mayor extinción en masa desde el fin de los dinosaurios. Miles de especies animales y vegetales desaparecen diariamente y el ritmo de destrucción no tiene visos de frenarse, por lo que es fácil prever que la generación de nuestros hijos asistirá a la desaparición de todos los parajes naturales y salvajes y el ser humano se quedará –con la triste compañía de las especies domesticadas y hechas a imagen y semejanza de sus necesidades– sólo sobre la faz de la tierra. En tres décadas poblaremos el mundo 8.000 millones de seres humanos: John Gray, con su sensata clarividencia, tiene muy claro que no se puede mantener esa población sin desolar la tierra. Para sobrevivir tendremos que quedarnos solos y nuestra supervivencia nos convierte, según el científico James Lovelock, en una “enfermedad planetaria”: la tierra padece “primatemaia”, una plaga de personas.
La perspectiva de vivir solos en un mundo post-natural, arrasado y ceniciento, rodeados de humanos clonados y hechos a imagen y semejanza de las tiranías que se otean en el horizonte, es desoladora. Pero la solución que Lovelock ve más viable para que no cuaje históricamente la era de la soledad, es sobrecogedora. Porque uno de los mecanismos que pone fin a las plagas es la destrucción del parásito, y los más lúcidos pensadores del momento prevén que el aumento de la población y el descenso de los recursos generarán en el futuro conflictos de tal magnitud que la mortalidad humana alcanzará niveles desconocidos. Así, el hombre, que su ceguera viaja hacia la soledad de un mundo artificial, frenará en las próximas décadas el viaje hacia el espanto al coste de un sufrimiento y una destrucción de vidas sin parangón en la historia. ¿La plenitud del proceso de destrucción del mundo marca el inicio del ocaso del crecimiento de la especie? O más aún, ¿es necesaria una disminución radical, brutal, en el número de seres humanos para que la especie y el planeta tal y como lo conocemos se salven?
Los pensadores más lúcidos alertan sobre los dramas que se avecinan. Pero, despojados de la fe ciega en el progreso y la tecnología propia de la modernidad, lo hacen sin acritud, con la sensatez escéptica de los que saben que ya no son posibles las utopías y que sólo caben las pequeñas modificaciones de la realidad para garantizar que nuestros hijos hereden un mundo hospitalario. El último aviso lo ha dado el profesor de Stanford Paul R. Ehrlich: si no se controla la natalidad, a nivel mundial, el mundo está abocado o al caos horripilante vislumbrado por Lovelock o al páramo anunciado por Wilson. No sé si estaremos solos en el futuro, pero lo cierto es que hoy estamos solos frente el futuro. Pensemos, pues, desde la soledad. Sin miedo a pensar, pero con miedo al futuro.
(Publicado en Diario IDEAL el día 12 de noviembre de 2009)
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