Ya al pasar por Torreperogil el paisaje aligera su carga monótona y rectilínea de olivares y en algunas laderas rastrean todavía las últimas cepas de vid que se conservan en la comarca, tan rica antaño en vinos. A la altura del Puente de la Cerrada y de Santo Tomé el campo adquiere una hermosura nueva: la cercanía del río puebla el horizonte de álamos y chopos amarillentos, de tierra oscura en la que se plantarán los cereales. Y ya en Chilluévar se presiente la sierra, como un avanzadilla o como una trinchera de un paisaje que no debió perderse nunca.
Se sube la cuesta en la que descansa el cementerio de Chilluévar –¡qué sensación de tristeza y abandono la de estos cementerios pequeños!– y los olivos comienzan a ceder terreno a las encinas, a los pinos, a los caminos olvidados de tierra roja que llevan hasta los barrancos hondos que tienen como telón de fondo la sierra: un muro de rocas grises, escarpadas, cortadas como una garganta seca y con la hermosura de la creación desnuda. Los olivos han ido arañando terreno en las lomas y el bosque ha cedido ante la presión del hombre, pero por suerte no se ha apropiado el olivar avariento de todo el horizonte. Porque entre tanto gris polvoriento, entre tanto campo con aspecto de cansado y sediento, serpentean los arroyos y los chopos elevan su melancolía pálida sobre el paisaje quieto. Allí, en las profundidades del campo, sólo existieron el fin de semana pasado el silencio de la vida y los días azules. Y la sensación vivísima de que el otoño es un apunte poético insinuado en las hojas marchitas de los perales y los manzanos sobre la hierba verde o en la belleza ocre y circular de las granadas.
El silencio es la paz interna e intensa, porque nos permite pensarnos y llegar a acuerdos con nuestro interior. El silencio y la belleza de la naturaleza –tan maltratada y pese a todo tan generosa– nos ofrecen no sé qué alegría de desconocidos acordes, no sé qué sensación de que se han restañado las heridas que dentro de nosotros abren las miserias de cada día. Era posible pensarlo y sentirlo las noches de la sierra, blanquecinas bajo la luz de la luna casi llena, cuando a lo lejos titilaban las luces de los pueblos lejanos, de las caserías perdidas entre los últimos pinares. ¿Hasta qué punto nos pertenece tanta belleza? Allí, perdidos en un trozo del paraíso –el paraíso debió ser un concierto de silencios y pájaros, un eco de balidos de oveja y cantos de gallo traídos por la brisa fresca de la tarde, un coro de ladridos perdidos en la madrugada–, creo que era fácil sentir que no somos propietarios de tanta belleza, que carecemos de títulos que nos legitimen para destruirla. En realidad, los únicos dueños de todo aquello son aquellos buitres que al mediodía del lunes sobrevolaban majestuosos el cielo apretado de nubes grises, dejándose llevar por el aire húmedo del universo suspendido e iluminado de tristezas, como dos señores extraños en un mundo que fue suyo durante milenios y que ya no les pertenece, pues no lo hemos apropiado para destruirlo.
(Publicado en Diario IDEAL el día 5 de noviembre de 2009)
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